DOI: 10.60728/j8x1ew38

Las (in)consecuencias teóricas del populismo laclausiano

Theoretical (In)consequences of Laclauian Populism

Alejandro Moreno Hernández1

https://orcid.org/0009-0000-4945-399X

Recepción: 18.12.2023

Aceptación: 19.05.2024

Resumen: La obra de Laclau ha sido sujeta a críticas tanto de izquierda como de derecha, desde distintos marcos teóricos. No es nuestra intención ocuparnos de esas críticas, sino de las que se realizan dentro del propio edificio teórico posestructuralista. Esbozamos que estas últimas en menor o mayor medida se fundamentan en la inconsecuencia teórica del mismo Laclau. De esta forma, buscamos mostrar que algunos autores retoman diversas publicaciones del mismo Laclau para señalar su falta de secuencia lógica. Otros verían la inconsecuencia en partir de una visión posestructuralista y dar una esencia última a los conceptos. Además, algunos se preguntarían por qué retoma algunas interpretaciones del psicoanálisis y no otras. Finalmente, concluimos y nos preguntamos si todo desarrollo posestructuralista precisa de un nivel mínimo de normatividad o si únicamente éste fue el caso de Ernesto Laclau.

Palabras clave: Laclau, populismo, institucionalismo, política, hegemonía

Abstract: The work of Ernesto Laclau has been subject to criticism from left and right, from diverse theoretical frameworks. It is not our intention to develop those critics, but those that are done based on the same poststructuralist theory. We try to show that those critics are based on the theoretical inconsequence of Laclau. In this way, we present that some authors reprise different publications of Laclau to find his lack of logic sequence. Others would see his inconsequence in his compromise with poststructuralism and his intention to give an ultimate essence to the concepts. Some authors observe that some psychoanalytical concepts are not developed in his theory, while some others psychoanalytical interpretations are taken to explain his work. The question would be why he chose only some parts of psychoanalysis? Finally, we conclude and ask if every poststructuralist theory necessarily has a minimum level of normativity or if it was only the case of Ernesto Laclau. 

Key words: Laclau, populism, institutionalism, politics, hegemony.

[...] theoretical problems are never, strictly speaking ‘solved’: they are ‘superseded’. This is because if they can be solved within the terms of the existing theory, they are not ‘theoretical’ problems as such but, rather, empirical or local difficulties of applying the theoretical framework in that particular case2.

Introducción

La obra de Ernesto Laclau ha sido referencia obligada para quien se inscribe en un campo posestructuralista. Conceptos como populismo, política, hegemonía o democracia han estado presentes en el trabajo del autor argentino. A su modo, ha desarrollado una nueva manera de entender dichos conceptos bajo articulaciones que retoman elementos del psicoanálisis, de la deconstrucción derridiana, de la hegemonía gramsciana y de la lingüística de Saussure. Particularmente, La Razón Populista representó un antes y un después a la hora de pensar el populismo. Inclusive por fuera de la academia su obra fue sumamente mencionada, principalmente en América Latina y en Europa. En los medios de comunicación y en la política, ésta pasó a ser una herramienta para reivindicar el populismo y también para denostarlo. Por lo tanto, el populismo laclausiano no se circunscribe al campo académico, sino que aparece vinculado con el desarrollo sociopolítico de diversas naciones.

Por esta razón, creemos relevante revisitar las críticas dentro de su mismo edificio teórico, buscando sistematizar la manera en que la obra ha sido criticada dentro del propio campo, ya sea por mostrar una inconsecuencia con dicha perspectiva o entrar en franca contradicción con algunos de los preceptos del autor en otras de sus publicaciones.

Así, pretendemos exhibir que ni siquiera uno de los más grandes exponentes del posestructuralismo logra llevar su argumento hasta las últimas consecuencias, porque la contradicción de su obra sería explícita; por otro lado, evidenciaría que el posestructuralismo precisa de un grado de normatividad, aunque sea mínimo.

En el presente artículo expondremos brevemente el desarrollo de la obra de Ernesto Laclau. Posteriormente, abordaremos los cuestionamientos al populismo dentro de la misma, entre los que destacamos la relación institucionalismo-populismo, la sinonimia entre populismo-hegemonía-política, la operación populismo-democracia como intento de inversión retórica y, por último, su vinculación con el psicoanálisis.

Breve repaso laclausiano

Prácticamente desde el inicio de sus publicaciones, puede notarse que Laclau se encuentra insatisfecho con el marxismo más ortodoxo como explicación de lo social y de lo político, pero también con las teorías racionales y de la modernización. En Política e Ideología en la Teoría Marxista (1978), el autor ya empezaba a esbozar intentos de teorización del populismo. Así, vislumbraba que las interpelaciones populares no tenían por qué estar ligadas con la izquierda ni con el socialismo. Tampoco, el populismo era un desvío del rumbo de la modernización.

En este periodo, sienta las bases ontológicas de su pensamiento tales, como el antagonismo y la exclusión. Ambas serían constitutivas de toda identidad política, ya que la misma precisa diferenciarse dentro de un sistema y a su vez antagonizar con otras identidades para lograr una constitución plena (Laclau, 1978, p. 130). No obstante, Laclau (1978, p. 131) observa que esa constitución nunca es total ni plena, porque la misma universalidad es inalcanzable. Empero, esos intentos de totalización de la identidad y de lo social mismo nunca desaparecen. “La sistematicidad del sistema, el momento de su imposible totalización, será simbolizado por particulares que asumen de modo contingente esa función representativa” (Laclau, 1978, p. 131). En este momento diríamos que nuestro autor asume un compromiso posestructuralista. Partiendo de este marco teórico, Laclau (1978) pretendió formular una conceptualización del populismo. Expuso que cada componente ideológico no tiene por qué necesariamente que estar ligado con un componente de clase, éstas podrían ser retomadas por cualquier identidad o grupo político (Laclau, 1978, pp. 109-111).

En este tenor, sería un error concebir al fascismo como una expresión reaccionaria de los sectores conservadores y las clases medias espantadas, sino que sería una más de las posibilidades de articulación de las interpelaciones popular-democráticas (Laclau, 1978, pp. 110-111). El carácter no-normativo que busca otorgarle Laclau a su teoría causa que no se pregunte por la legitimidad de dicha articulación, sino que simplemente aspire a comprender la misma. El populismo siempre referirá a una base común lógica: el pueblo, el cual no tendría una definición conceptual definitiva (Laclau, 1978, p. 165). Todavía en esta etapa, Laclau (1978, p. 171) presentaría alguna resistencia marxista, pues no idea alguna forma de articulación discursiva que no tenga a la clase como componente central.

Su tesis se basaría en que el populismo sería un modo particular de presentación y articulación de los elementos popular-democráticos como un antagonismo sintetizado en contra de la ideología dominante (Laclau, 1978, pp. 172-173). Bajo esta concepción, el populismo solo podría surgir en un dominio ideológico específico conformado por la doble articulación del discurso político. La resistencia marxista laclausiana aparecería al no visualizar más que una tensión dialéctica, que determinará la forma ideológica entre dominantes y dominados. “Sin embargo, mientras que la clase puede determinar el principio articulatorio de un discurso, el populismo no lo puede hacer por su carácter ambiguo, que permite su presencia en las más variadas ideologías” (Laclau, 1978, p. 195. Traducción propia).

Quizás el punto central para nuestros objetivos consiste en que para Laclau (1978, pp. 165-166) las clases al nivel ideológico y político no están definidas a partir de un supuesto reduccionista ni determinadas por la economía. Entonces, el componente de clase estaría dado por su forma y no por su contenido.

Posteriormente Laclau y Mouffe (1987), en Hegemonía y Estrategia Socialista, argumentan que las luchas política y económica podrían articularse, pero su imbricación no sería natural, sino social y contingente. La unidad de clase no sería, para los autores, más que un momento político, una forma articulatoria particular y posible en un espacio-tiempo (Laclau y Mouffe, 1987, p. 58). El obrero ya no solo tiene esa posición en la estructura social, sino que puede ser interpelado de diversas formas: ciudadano, consumidor, padre de familia, etc. (Laclau y Mouffe, 1987, p. 68). Por esta razón, su filiación a identidades plurales es posible. La unidad de una diversidad de sectores no es un dato, sino que revelaría un proyecto de construcción política (Laclau y Mouffe, 1987, p. 97). Si bien a lo largo de Hegemonía y Estrategia Socialista el populismo prácticamente no aparece o lo hace de forma indirecta, podríamos rescatar las prácticas articulatorias, la no necesaria identidad como clase y los desplazamientos de fronteras políticas como parte de las características que, en una segunda etapa, Laclau profundizará en su obra para su conceptualización del populismo.

En Nuevas Reflexiones Sobre La Revolución de Nuestro Tiempo (1990), Laclau se sitúa en un terreno más ontológico3, buscando (re)definir y distinguir entre lo político y lo social. Allí el autor teoriza en torno a tres categorías: dislocación, irrupción y frontera. En un trabajo anterior, localizaba estas categorías como la base de la especificidad del populismo. La primera dará una experiencia de cierre más totalizante cuanto más radical sea la negatividad constituyente; la segunda y la tercera indicarían el grado de extensión de las fronteras y las equivalencias que la identidad podría suturar, la cual está condicionada por el tamaño de la amenaza externa al sistema de diferencias (Laclau, 1987, p. 30). Las tres coincidirían con las operaciones distintivas del populismo:

[…] la construcción de una cadena de equivalencias entre demandas insatisfechas e identidades amenazadas, que constituye al ‘pueblo’, ‘a los de abajo’ en una nueva identidad sintética y compleja; 2) la construcción de esta nueva identidad popular a partir de una frontera totalizante que la opone al ‘poder’, a la ‘dominación’; 3) la politización de todo antagonismo social, ya que la constitución de la dualidad pueblo/poder tiene lugar en el campo político (Laclau, 1987, pp. 29-30).

Finalmente, en 2005 apareció La Razón Populista, el libro más famoso y citado del autor. En éste se sintetizan sus preocupaciones, intereses y reflexiones. Su objetivo consistía en atisbar una manera de reducir y/o quitar la carga peyorativa del término populismo. Conceptos como hegemonía, política, clase vuelven a aparecer, mientras que otros como significante vacío, significante flotante, lógica de la equivalencia y lógica de la diferencia adquieren un protagonismo mayor. El libro combina diversas disciplinas para formular una teoría del populismo, que van desde la teoría política al campo lingüístico, desde el análisis del discurso al psicoanálisis. En resumen, el populismo aparece definido como una lógica política que articula demandas populares insatisfechas a través de un significante vacío o tendencialmente vacío. Éste último perdería su contenido porque se trataría de un particular asumiendo la función de universalidad de la identidad popular. En suma, en la identidad populista reinaría la lógica equivalencial (la articulación de demandas insatisfechas que establecen una frontera antagónica frente a un poder irresponsable o insensible), mientras que la lógica diferencial se caracterizaría por el aislamiento y/o absorción de demandas al poder.

Por último, Los fundamentos retóricos de la sociedad (2014) se trata de una selección de artículos publicados previos a la muerte del pensador argentino. En estos, Laclau continúa con las mismas preocupaciones en torno al antagonismo, la política y la hegemonía, pero aborda estas categorías desde la retórica del lenguaje político. En el texto final, desarrolla el vínculo entre lo ético y los distintos ordenes normativos; ahí parece resignarse a aceptar que es imposible prescindir de lo normativo, puesto que estaría siempre inmerso en el terreno descriptivo. De tal modo, que no habría una división entre lo normativo y lo descriptivo. Los hechos y los valores se (re)interpretarían mutuamente y frecuentemente (Laclau, 2014, pp. 155-156). Inclusive, desde los mismos cimientos de su propio marco teórico emana un proyecto de democracia radical y plural, dado que no habría una separación entre teoría y práctica; la teoría política ya estaría inmersa en la misma práctica política (Marchart, 2004, p. 55). En este tenor, tal vez la última preocupación intelectual de Laclau consistió en responder a las críticas sobre su construcción teórica, que oscilaban entre el déficit normativo y la imposibilidad de relegar algún grado (mínimo) de normatividad.

a) Populismo-institucionalismo

En La Razón Populista, Laclau (2005) concibe al populismo como el otro del institucionalismo. Al pensar el populismo únicamente como el momento de ruptura del orden descarta su carácter constituyente; es decir, el institucional (Melo, 2010, p. 69). Esto se fundamenta al afirmar que la lógica de la equivalencia sería la prevaleciente en el populismo, mientras que la lógica de la diferencia sería la primordial en un espacio institucional.

De esta manera, el carácter anti-institucional del populismo en Laclau genera problemas, pues ¿cómo podríamos pensar al populismo en el Estado? Si hablamos de que el populismo ofrece una promesa de un nuevo orden, ¿estamos hablando de un momento constituyente, de una institución novedosa de la sociedad? El caso más paradigmático sería el peronismo, el cual instituyó una cultura popular de largo aliento en la vida política argentina (Pereyra, 2012, p. 16). Si el populismo presenta dos caras: una como ruptura del orden y otra como promesa de un nuevo orden, como una reintegración comunitaria; ésta última no se encuentra desarrollada en la obra del teórico argentino.

Aún más, ¿el último Laclau (2005) no quita su atención de algunos puntos fundamentales de su obra de 1990? Pues, como apunta Marchart (2014, pp. 273-274), haciendo referencia a Nuevas Reflexiones de la Revolución de Nuestro Tiempo:

Laclau propone pensar lo social como el terreno de las prácticas discursivas sedimentadas, mientras que lo político sería el momento de institución de lo social, así como el momento de reactivación de la naturaleza contingente de cada institución.

En el último Laclau se pierde de vista el momento instituyente, a pesar de que reafirma lo contingente de cada institución y su posibilidad de quiebre. Franzé (2021) da un salto mayor a esta problemática entre institucionalismo y populismo. Pensemos en un gobierno populista que satisfaga las demandas populares de su cadena equivalencial (por tanto, de ‘su’ pueblo), ¿al hacerlo construye un orden que en Laclau acabaría con la política? (Franzé, 2021, pp. 22-23).

El problema para mí radica en que ‘el pueblo como lo opuesto del poder’ –y en ese sentido si autopercibido como desvalido­– sería para Laclau la única forma de hacer política. Esto obliga a considerar como muerte de la política la reproducción del orden y la existencia de un pueblo identificado con el orden, o a no considerarlo –como hace Laclau– un pueblo propiamente dicho (Franzé, 2021, pp. 27-28).

El populismo en Laclau (2005) es la política tout court y el institucionalismo la muerte de la política. Así, Laclau (2005) se acerca a Ranciére (2015), quien afirma que el consenso (institucionalismo en Laclau) no es la discusión y el acuerdo razonable, sino la anulación de los “sujetos excedentes”, la reducción de la comunidad política a los intereses y las aspiraciones de distintas partes. “El consenso es el fin de la política” (Ranciére, 2015, p. 70), pero nunca logra este fin. La política siempre está presente, en tanto el orden existente presupone una relación de poder, en este caso dada por la anulación.

Entonces, de acuerdo con Laclau (2005), ¿nos encontraríamos siempre jugando entre la vida y la muerte de la política? La pendulación entre la parte y el todo, entre ser el plebs y el único populus es la garantía de supervivencia de la imposible intención populista de representar totalmente a la comunidad a través del sistema de inclusiones y exclusiones del campo adversario (Aboy C., 2007, pp. 16-17). No obstante, esa no sería la especificidad populista, cualquier intento de cierre de la comunidad sería imposible por la misma lógica de lo social (Laclau, 1990). Es decir, la imposibilidad del cierre también aparecería en el institucionalismo. Una diferencia sustancial de esta discusión la daría Aboy Carlés (2012) cuando distingue entre las identidades políticas populares totales y las hegemónicas. Mientras que las primeras intentan hacer esa clausura de lo social mediante cualquier medio, las segundas descartan la violencia para constituir su cierre, haciéndolo en última instancia imposible.

Consecuentemente, ¿el problema en Laclau no sería pensar al institucionalismo como una parte incontaminada por lo político? La lógica institucional (de la diferencia) y populista (equivalencial) no tendrían por qué estar separadas. Más bien, la construcción de las relaciones sociales y políticas siempre involucra un juego continuo entre estas dos lógicas (Howarth, 2014, p. 69), en la cual en el populismo predominaría la equivalencia (Stavrakakis, 2004, pp. 256-257).

Dado que todos los actores políticos tienen algo de populistas y algo de institucionalistas, el grado de política dependerá del grado de populismo, qué tanta muerte de la política haya dependerá del grado de institucionalismo. Conforme más demandas logre incorporar en su cadena equivalencial una identidad sería más populista, pero el institucionalismo –al hacer coincidir su frontera con la de la comunidad– ¿no podría absorber más demandas? La diferencia sería cualitativa, se trata de qué manera las demandas se oponen al orden o logran inscribirse en éste. Por lo tanto, la lógica diferencial y la equivalencial (institucionalismo y populismo) son dos formas de la política; es decir, de hegemonía (Franzé, 2021, pp. 31-34). Finalmente, consideraríamos que Franzé (2021) soluciona parcialmente el problema entre institucionalismo y populismo.

Sin embargo, la discusión expuesta deja entrever que equiparar al populismo con la política no permite acercarnos a la especificidad del fenómeno, ni tampoco a su contraparte: el institucionalismo porque no se vería al mismo como parte de la política, sino como su muerte. Así, lo que el concepto pretendía ganar en alcance, lo pierde en especificidad y aún más paradójicamente lo vacía de contenido y, por ende, de algún criterio de discernimiento entre los conceptos.

b) Hegemonía-política-populismo

La sección anterior nos llevaría a otro problema en la teoría de Laclau: la sinonimia entre populismo, hegemonía y política (Arditi, 2010; Melo, 2011; Mazzolini, 2020).

A fin de concebir el ‘pueblo’ del populismo necesitamos algo más: necesitamos una plebs que reclame ser el único populus legítimo –es decir, una parcialidad que quiera funcionar como la totalidad de la comunidad (Laclau, 2005, p. 108).

Ahora veamos la definición de hegemonía del mismo autor: “Este proceso de una demanda asumiendo la representación de muchas otras es lo que llamo hegemonía” (Laclau, 2004, p. 281). Es decir, una particularidad asumiendo la representación de la totalidad. Como se puede deducir, prácticamente no hay diferencia entre hegemonía y populismo. No obstante, si entendemos al populismo como impugnación y ruptura contra el orden existente, ¿no estaríamos hablando de contrahegemonía? Si aceptamos la sinonimia entre hegemonía y populismo, ¿de qué manera podría un orden no-populista ser hegemónico?

Melo (2011, p. 60), siguiendo a Laclau para desnudar su ilógica, argumenta: “Ningún discurso dado desde una posición de poder jurídicamente legitimado podría ser populista (porque solo sería posible si fuese en contra de sí mismo)”. Y por tanto no sería hegemónico. ¿No estamos cayendo en una contradicción abismal? ¿A la impugnación del orden dado le estamos llamando hegemonía? ¿Una identidad populista en el gobierno dejaría de ser hegemónica o se vería obligada a desplazar el espacio del poder? Es decir, el poder ya no estaría en el Parlamento ni en el Ejecutivo, sino en los medios de comunicación, por ejemplo.

Pero el populismo, si bien para Laclau es el modo de construcción de lo político que expresa la lógica de la política tout court –la hegemonía– y se caracteriza por impugnar el orden, no podría ser hegemónico nunca en el sentido que le corresponda ‘una cierta organización institucional’ […] Paradójicamente, entonces el modo de construcción de lo político que encarna la política tout court no podría ser nunca hegemónico, mientras que por el contrario la muerte de la política sí (Franzé, 2021, p. 39).

De nueva cuenta, asumir que la hegemonía solo podría ser populista nos llevaría a pensar que no existe otra posibilidad de orden. Carecería de sentido porque, entonces, ¿bajo qué lógica una impugnación al orden podría ser populista y a la vez hegemónica? El problema se vuelve mayor cuando Laclau equipara populismo con política.

Si la sociedad lograra alcanzar un orden institucional de tal naturaleza que todas las demandas pudieran satisfacerse dentro de sus propios mecanismos inmanentes, no habría populismo, pero, por razones obvias, tampoco habría política (Laclau, 2005, p. 149).

¿No caeríamos en un cierto esencialismo? Pues estaríamos confirmando que la esencia de la política sería el populismo. En este sentido, acompañamos el argumento de Melo (2010, p. 69): la política y el populismo podrían ser compatibles en determinadas circunstancias, pero afirmar que son sinónimos implica un salto mayor que solo se sostendría “por una Razón casi trascendental”.

El híperformalismo que le intenta dar Laclau (2005) al populismo se vuelve sumamente general porque cualquier oposición (política) al orden social existente podría ser populista (Borriello y Jäger, 2020), en el sentido de que cualquier oposición podría plantear que el poder es ejercido por una minoría “insensible o irresponsable” que impide la satisfacción de las demandas populares. Eso nos llevaría a un absurdo tal de ver lógicas populistas (pensamos que en realidad serían lógicas políticas) incluso en identidades autopercibidas antipopulistas. Querer darle al populismo la esencia política por excelencia nos llevaría a este resultado.

Por otro lado, la tensión entre ser la parte y el todo de la comunidad es lo que le brinda dinámica y vitalidad al campo político, pero es un juego indecidible (Aboy, 2010), nunca se logra aprehender en absoluto la totalidad. Las interrogantes de Aboy y Melo (2014, p. 412) nos ayudan a elucidar una de las limitaciones de La Razón Populista:

Laclau piensa a las identidades, en el momento populista, como ejércitos regimentados paratácticamente enfrentados. La clave aquí es la ‘radicalidad del límite’. En términos laclausianos, esto indica que dicho límite es infranqueable. Aunque parezca nuevamente paradojal, nuestro autor vuelve a pensar al populismo en términos de ‘un’ momento de quiebre sin reflexionar en torno a la textura de ese quiebre y, mucho menos en torno al movimiento del mismo.

Nos parecen enriquecedores y complementarios de la teoría laclausiana estos apuntes. Si estamos hablando de un quiebre, el límite constituido sería poroso, el quiebre permitiría reagrupamientos, deserciones, articulaciones. Aceptar la contingencia del quiebre sería aceptar su dinámica, sus movimientos. Es decir, que el límite es franqueable. Por lo tanto, en este caso vemos una preocupación epistemológica que acusa la inconsecuencia del mismo Laclau. Si estamos hablando de identidades políticas asumiendo su dinámica, pensarlas casi como dos ejércitos enfrentados no permitiría ver los movimientos de la política misma. Por lo tanto, el compromiso de Laclau con el pensamiento posestructuralista no es completo, ya que arrancamos de un precepto para todas las identidades, ¿pero que no aplicaría cuando hablamos de populismo?

Para pensar el institucionalismo, Laclau (2005, p. 109) utiliza como ejemplo al Partido Revolucionario Institucional en México para describir la lógica diferencial:

[…] la jerga política solía distinguir entre las demandas precisas, que podían ser absorbidas por el sistema (lógica diferencial), y lo que era dominado el paquete, es decir, un gran conjunto de demandas simultáneas presentadas como un todo unificado. Era solo con estas últimas que el régimen no estaba preparado para negociar –generalmente respondía a ellas con una despiadada represión (Laclau, 2005, pp. 108-109. El paréntesis es nuestro).

¿Por qué el priismo del siglo XX mexicano no sería hegemónico? De nuevo, nos encontramos en esa tensión entre equivalencia y diferencia. Si aceptamos que en algún grado el PRI satisfizo demandas, ¿su lógica institucional-diferencial le impidió ser la parte que encarnara la totalidad, es decir, hegemónico? ¿Hay una contraposición entre lo hegemónico y lo diferencial? No obstante, cualquier persona medianamente conocedora de la política mexicana sabrá que durante esa época el PRI se presentaba como la parte que encarnaba la totalidad por excelencia. Solo para poner en contexto, era impensable en ese tiempo hacer una carrera política afuera de ese partido. ¿Es lo mismo hegemonía (política tout court) que ser hegemónico?

Si el institucionalismo busca hacer coincidir sus límites con los de la totalidad, no podríamos hablar más que de una operación hegemónica. Para resolver parcialmente este problema, Franzé propone (2021, pp. 41-43): ver al populismo y al institucionalismo como formas ónticas, propias de la política, de construcción de hegemonía. En otras palabras, el populismo sería una forma de hegemonía entre otras, pero no la única. No nos encontraríamos con solo dos formas posibles de política, Aboy (2012, p. 12) aporta que una identidad particular supone la puesta en juego de una cierta equivalencia de demandas a pesar de que no aspire a representar el conjunto de la comunidad. En otras palabras, esa identidad estaría inscrita en el campo de la política, estaría haciendo política.

Esta manera de pensar a la política como hegemonía y lucha de valores, como actividad de interesados en el sentido material e ideal del término (Franzé, 1997, p. 48) nos lleva a analizar los procesos políticos de un modo más reflexivo antes que denunciarlos y darles una etiqueta porque los consideramos una amenaza a la democracia.

La política se acercaría mucho más desde esta visión a una lucha entre grupos por la influencia y el control de la cultura, por la construcción de sentido y una determinada concepción del mundo, así como la generación y aceptación de unos valores que le otorgan legitimidad a la autoridad política. Si el uso de la violencia del Estado debe ser legitimado, las prácticas que generan dicha legitimidad son fundamentales para entender la política (Kalyvas, 2002, pp. 72-74). Estas prácticas pueden ser realizadas por diversos grupos unidos a través de un líder carismático para construir hegemonía.

En ese sentido, Laclau (2005) explica que la articulación de demandas a través de un significante tendencialmente vacío (encarnado en el nombre del líder) con un trazo de una frontera antagónica sería parte de la definición del populismo. El significante tendencialmente vacío puede adquirir diversos significados, se encontraría parcialmente abierto a ser reinterpretado. Es precisamente esta reinterpretación, que vuelve el significante tendencialmente vacío susceptible de ser flotante; es decir, pasa a estar en disputa entre diversas identidades (Laclau, 1996, 2008). Si aceptamos estas premisas, la política se convierte en un duelo de nombrar, la política sería una guerra de (re)presentaciones. Palabras como democracia, libertad, equidad, competencia, pueblo pueden encontrar un significado distinto para ponerse al servicio de una lucha política específica (Vallespín y Bascuñán, 2017).

Por otra parte, si bien para Stavrakakis (2004) que el pueblo ocupe un lugar primordial no sería suficiente para catalogar a alguien como populista, la operación de un segundo Laclau (cercano a publicar La Razón Populista) que se mueve hacia la producción de significantes vacíos en general sería un problema para hallar la especificidad populista. Al realizar esta operación ya no se trata si se es o no populista, sino qué tanto se es porque cualquier identidad política podría extender su cadena equivalencial sin un contenido a priori (Stavrakakis, 2004, pp. 262-263). El problema radicaría en que Laclau (2005) no provee ninguna forma de discernimiento político para distinguir entre identidades políticas que siguen una lógica equivalencial. Aunque para Acha (2013, p. 69) esto no sería conflictivo, ya que “es justamente lo que una teoría del populismo debería ofrecer”.

De esta manera, las críticas hechas dentro del mismo edificio laclausiano se encuentran en las entrañas de la filosofía de su pensamiento, en un nivel epistemológico porque se aceptan ciertas premisas ontológicas, pero que no pueden seguir la lógica ad infinitum que Laclau (2005) pretende pues sería inconsecuente con el pensamiento posestructuralista, ya que en este caso la política tendría una única esencia: populista. Por último, poner en el mismo nivel populismo, política y hegemonía no nos brinda ninguna especificidad de ninguna de las tres palabras. En esta dirección, hallamos la imposibilidad de despojarnos de un mínimo de normatividad. Además, la pretensión de crear una teoría ontológica de la política para brindarle al Populismo la Razón Política nos situaría en una situación muy parecida a la sección anterior.

c) Populismo-democracia e inversión retórica

Laclau (2005, pp. 210-213) retoma la idea de Claude Lefort sobre la democracia como espacio vacío. Para Laclau, no se trataría de algo vacío, sino de una producción de vaciamiento. Ésta se desarrolla a través del funcionamiento de la lógica hegemónica4. Acorde con el autor argentino, todas las condiciones están dadas para esta producción: el fallo de un orden puramente conceptual que explique la unidad de los agentes sociales, la necesidad de articulación de una pluralidad de demandas mediante la capacidad de nominación o nombramiento porque no hay una racionalidad prexistente capaz de unificarlas, y el rol de los afectos en la cementación de esta articulación. El salto lógico para el autor es inevitable: la construcción de un pueblo sería la condición única para el funcionamiento democrático. La democracia solo podría ser fundada en la existencia de un sujeto democrático, cuya constitución depende de la articulación vertical de demandas equivalentes (Laclau, 2005, p. 215). ¿Ergo, populismo?

Ahora podríamos inferir que la democracia y el populismo están ocupando el mismo sitio sin cuestionarnos las consecuencias ambivalentes que ha tenido el populismo para la democracia. Panizza (2008, pp. 82-83) afirma que quienes sostienen que el populismo acaba por destruir las democracias, deben pensar todos los casos en que esto no fue así. Empero, equiparar la democracia con el populismo difuminaría las ocasiones en que estos fenómenos han tenido derivas autoritarias.

De esta forma, podríamos seguir a Melo (2010, p. 67) cuando menciona que Laclau realiza una inversión de la carga valorativa del concepto para los términos de la batalla. Al realizarla, el propio Laclau quedaría expuesto porque la reflexión teórica podría confundirse con un acto de militancia.

Entonces, lo único que hicimos fue pasar de un contexto en que una palabra era mala palabra a otro en que es buena (o, en el mejor de los casos, no tan mala). Quiere decir que lo que antes se significaba como un fantasma amenazante, ahora se torna en una necesidad (Melo, 2010: p. 67).

Así, las interpretaciones poslaclausianas de Alemán (2020), Errejón y Mouffe (2015), Mouffe (2016; 2018) estarían contaminadas por una carga valorativa positiva hacia el populismo. Aun cuando acepten que existe un populismo de derecha, para ellos la única forma de frenarlo sería con la construcción de otro pueblo, uno progresista que sea receptivo a las demandas de equidad y justicia social, el cual sostendría la carga positiva hacia el término (Errejón y Mouffe, 2015, pp. 110-112). Esto no podría hacer más que remitirnos a una esencia: el pueblo es democrático y de izquierda. Pereyra (2012: p. 26) lo expone sin tapujos:

Mientras la derecha populista coincide con la política porque la reproduce negándola, la izquierda populista concuerda con la política porque afirma la indecidibilidad de los antagonismos. Ésta es la diferencia que hace que la derecha populista distorsione sistemáticamente al pueblo como sujeto matricial de la política, que será democrático y/o de izquierda, o no será nada.

La única manera de aceptar que la derecha distorsiona al pueblo es relacionando aquel sujeto político con una trascendencia mayor, con un contenido prefijado en este caso asociado inherentemente con la democracia y con la izquierda. De Cleen y Glynos (2021, p. 8) afirman que el inconveniente con estos análisis es que el populismo se convierte en el destino final de la reflexión y (casi) de la política, aparece como algo bueno por sí mismo, positivo para la democracia y la solución al orden existente. Finalmente, esta operación no nos ayuda a elucidar teóricamente el concepto, ni contribuiría a una evaluación de las consecuencias del populismo en el poder, ya que al equiparar populismo y democracia automáticamente el primero aparece como un ente necesario y revitalizador para la segunda.

El problema resulta mayor si repasamos la sección anterior porque una interpretación posible de la obra laclausiana es que cualquier identidad puede ser populista. Por ende, ¿cualquier identidad articulada a través de una lógica equivalencial y un significante tendencialmente vacío estableciendo una frontera hacia una minoría insensible sería democrática? Si la respuesta es positiva, no tendríamos forma de distinguir entre populismos reaccionarios y progresistas. O, peor aún, no podríamos ni siquiera cuestionarnos por qué cualquier identidad que sigue esta lógica sería populista. Si nuestra respuesta es negativa, habremos retrocedido un paso en el seguimiento de la lógica laclausiana. Sin embargo, pondríamos en cuestión la vinculación irreductible pretendida por Laclau (y por momentos, forzada) entre populismo, hegemonía y política.

Ahora, la ubicación de la nueva tensión teórica no estaría dada por la ausencia de un criterio para distinguir entre populismo, ni en el cuestionamiento sobre el uso de la palabra populismo a identidades políticas en general, sino que se encontraría en que la inversión retórica y la conjunción populismo-democracia le otorga una esencia última al concepto y al pueblo como sujeto político, todo esto en búsqueda de un proyecto político emancipatorio.

d) Psicoanálisis y populismo

La vinculación entre el psicoanálisis y el desarrollo teórico de Ernesto Laclau es innegable. Términos como identidad, identificación, sutura, falta, punto nodal (point of capiton), etc. se encuentran desarrollados en la obra del teórico argentino. No obstante, Glynos y Stavrakakis (2004) apuntan a una ausencia de conceptos que podrían ser relevantes para entender la política desde la visión laclausiana tales como fantasma o jouissance5. Dentro de la teoría lacaniana y laclausiana, encontramos que toda construcción social nunca es capaz de instituirse como un orden cerrado y autosuficiente. Siempre hay algo que frustra todos esos esfuerzos para alcanzar una representación exhaustiva del mundo (Glynos y Stavrakakis, 2004, p. 204). Para comprender estos cuestionamientos, la dislocación será el concepto clave. Entendida como la quiebra o ruptura radical, este concepto sería el encuentro de la realidad (simbólica) con lo Real6 (Stavrakakis, 2010, pp. 92-94). Esta dimensión sería puramente negativa, pero con el fin de que el mundo social retenga algo de su consistencia, la falta de lo Real precisa de ser positivada. Estimular el deseo de identificación de vida social y política, imaginar (y positivar) la falta es la función del fantasma (Stavrakakis, 2010, p. 94).

¿Esta dimensión no estaría presente en Laclau a través del significante vacío y la promesa de la plenitud de la comunidad? La respuesta podría ser afirmativa, pero para Glynos y Stavrakakis (2004) faltaría un ingrediente: jouissance. Su aporte sería que el goce podría brindarnos al menos alguna respuesta provisoria en la identificación sociopolítica y la formación de identidades. Por ejemplo, la publicidad intenta estimular nuestro deseo, toda la construcción mitológica alrededor de un producto es un fantasma y este producto sirve como objeto para satisfacer nuestro deseo. Su condición de posibilidad es la ausencia (del producto). Una ausencia que solo podría ser llenada parcialmente una vez que compramos el producto, pero que no cumple nuestras expectativas originales. Esto nos llevaría a un desplazamiento del fantasma de producto en producto para así reproducir la lógica del consumo (Glynos y Stavrakakis, 2004, p. 210). Ahora bien, ¿estas ideas cómo se inscriben en un marco político institucionalizado? Pensemos en la nueva derecha europea, los inmigrantes serían acusados de una forma de vivir, de procesar una jouissance que amenaza el orden social y, por lo tanto, a las diversas naciones europeas. La identidad nacional-popular perdería su identidad por estos ladrones. Este aporte sin duda es problemático, pero abona a la comprensión de distintos procesos ideológicos (populistas) (Glynos y Stavrakakis, 2004).

Laclau (2005) presenta en La Razón Populista a la demanda como unidad mínima de análisis. Este punto de partida plantearía interrogantes para un compromiso posestructuralista. Zicman de Barros (2020) considera que la demanda debe presentarse como una construcción discursiva contingente, ya que ésta cubre el deseo con significantes asignando la satisfacción hacia un objeto pero, como ya vimos en Glynos y Stavrakakis (2004), este goce parcial no cumpliría nuestras expectativas y nos haría buscar otro objeto. Si la demanda se encuentra encubierta por un objeto que no cumplirá con nuestras pretensiones, ¿cómo sabremos lo que el pueblo realmente demanda? Los objetos comunes tienen la promesa fantasmática de dar consistencia al orden simbólico, de reestablecer un momento de goce pleno. Sin embargo, una vez que éste no es cumplido (o al menos no totalmente) causaría insatisfacción. ¿Ésta no sería la causa del desencanto recurrente con la clase política en las democracias occidentales? Es decir, ¿el camino de la esperanza al desencanto y de vuelta a la ilusión (tal vez con otro político o con otro partido) tan repetido en cada elección, no tendría que ver con esta forma del deseo? En otras palabras, ¿qué tanto alcanzar la satisfacción plena de la demanda es imposible? ¿Qué implica esto para la política y el populismo? Estaríamos afirmando que el populismo trabaja sobre una posibilidad que de entrada sabemos que es imposible de realizar: la satisfacción plena de demandas. Sin embargo, el mismo populismo la buscaría simbolizar como culpa de una minoría irresponsable.

Por su parte, De Ípola (2007) critica la lectura que hace Laclau sobre Freud, ya que es selectiva. Pues retoma la Psicología de las Masas y el Análisis del Yo, pero no Tótem y Tabú. En la primera obra,

Freud afirma que en la horda primitiva existe, por un lado, la igualdad entre los hermanos, lo que, en términos políticos, remitiría a todos aquellos con demandas insatisfechas y que, por otro lado, existe además la identificación con el padre. Laclau, de acuerdo con Freud, precisó: el Yo ideal asume siempre la forma de identificación con el Líder. Los Yoes ‘realmente existentes’ los miembros individuales de la horda se identifican con él y lo toman como modelo (De Ípola, 2007, p. 3).

En Tótem y Tabú, la lectura es distinta.

El Padre que se presenta por lo general bajo forma de una suerte de ‘orangután gozador’, impone su Ley a la banda homosexual fraterna y dispone a su guisa de todos los placeres. El parricidio es la vía la cual la banda homosexual de los hermanos se libera del imperio paterno. Luego vendrá la culpa y la identificación con el padre muerto, pero el sitio vacío del padre no puede ya ejercer ningún poder: lo ha asumido la comunidad fraterna (De Ípola, 2007, p. 4).

Por lo tanto, una lectura freudiana distinta del populismo y de la política sería posible. No todo proceso populista tendría por qué acabar en el Nombre del Líder como significante vacío que encarna la unidad del pueblo. Imaginemos, por ejemplo, un proceso político de sucesión de liderazgo partidista, la diferenciación con el líder actual (en caso, de no contar con mucha aprobación) sería lógica para cualquier actor político que buscará sucederlo. De acuerdo con Suárez (2015, p. 67), las críticas de De Ípola no estarían tanto en el panorama teórico laclausiano, sino en el proyecto político que de éste emana. Es decir, el tener una lectura y no otra respecto del psicoanálisis provocaría no concebir otras formas de populismo, que no necesariamente tengan al Nombre del Líder como punto nodal de la identidad.

Aún más, Aboy y Melo (2014, pp. 416-417) mencionan que la lectura psicoanalítica resta peso a la carga posestructuralista de la teoría laclausiana. Al afirmar que no se puede concebir ningún populismo sin el funcionamiento de una investidura radical, mas si ya sabemos cuál es el objeto de la investidura (el nombre del líder), el compromiso posestructuralista se diluye. En otras palabras, cualquier proceso político de articulación de demandas en una cadena equivalencial tendría el mismo resultado. ¿Por qué no sería posible pensar que ese investimento sea un programa o un partido? En este tenor, la interpretación de Borriello y Jäger (2020, p. 5) separaría más al último Laclau del posestructuralismo, ya que para los autores Laclau vería en el líder carismático al único capaz de proclamar una voluntad colectiva.

En definitiva, consideramos que las interrogantes planteadas en este apartado suman a una mejor comprensión del populismo y de la política, además de cuestionar algunos puntos de la teoría laclausiana que resultan confusos y hasta contradictorios con su propio desarrollo teórico. Los autores no ofrecen una respuesta definitiva, pero abren vetas poco exploradas y en otros casos desarrollan los déficits sobre los usos conceptuales en la obra de Ernesto Laclau.

Finalmente, la última parte de esta sección cuestionó la asociación del populismo con una presunta inevitabilidad del mismo con los liderazgos carismáticos. ¿Podrían pensarse populismos sin liderazgos fuertes? Asociar al populismo con una estructura vertical encarnada por el Nombre del Líder diluye la carga posestructuralista porque ya sabemos el resultado del objeto de la investidura (Aboy y Melo, 2014, pp. 416-417). En este caso, paradójicamente intenta ganar en especificidad, pero en realidad está ampliando su alcance y perdiendo su especificidad. En otras palabras, cualquier fenómeno político con una estructura vertical encarnado bajo el Nombre del Líder sería populista. Ahora, en una era de la política tan personalizada en la que cualquier referente político recibe un ismo la amplitud del concepto sería obvia.

Conclusiones

La obra de Laclau significó un parteaguas en los estudios y en la concepción del populismo, ya que dio un giro epistemológico relevante que le otorgó una lógica a este fenómeno. Sin embargo, al querer proporcionarle una cierta esencialidad, el peso posestructuralista se vio aminorado. En otras palabras, en la sinonimia entre populismo, política y hegemonía observamos una normatividad que no permite pensar en otras lógicas políticas, ¿por qué no pensar que el institucionalismo también es política?

El juego entre vida y muerte de la política no admitiría ver las dos caras del concepto; pues si la política es conflicto, también puede ser acuerdo. Decir que la política está muerta porque en el institucionalismo todas las diferencias son válidas dentro de un orden más grande, no nos ayuda a reflexionar que la absorción de esas diferencias es posible en tanto las mismas no amenacen el orden existente. Esa absorción implicaría la anulación de otras posibilidades de órdenes sociales. Por lo tanto, en ese sentido sería político.

La inversión retórica propuesta por Laclau al intentar equiparar populismo con democracia no solamente dejaría contaminada a la reflexión teórica con la militancia, sino que la consecuencia para la propia teoría sería funesta porque daría cuenta que el posestructuralismo sería incapaz en última instancia de abandonar del todo la esencialidad y la normatividad. La misma situación pasaría con la sinonimia entre populismo, política y hegemonía.

A su vez, las lecturas sobre algunos conceptos que podrían ser retomados del psicoanálisis nos parecen enriquecedores, ya que su vinculación con la teoría laclausiana se vería más nutrida. Además, resaltar el problema de tener un componente prestablecido como la demanda y sus implicaciones psicoanalíticas provocan que la teoría abra nuevas vetas. Pues partiríamos de un cuestionamiento sobre qué es lo que realmente demanda el pueblo porque si la demanda se ve investida por un objeto que no satisfará nuestras expectativas, ¿cómo se podría evitar un desencanto político? En este sentido, decir que una demanda –que permanece aislada o no– es democrática per se (Laclau, 2005, p. 99) nos llevaría a un problema mayor, pues vaciaríamos el significante democracia sin importar el contenido que las demandas pudieran tener.

Consideramos que las dos vinculaciones del populismo: democracia y política nos proponen preguntas diversas. En la primera, como ya dijimos nos remite a una esencia y una cierta normatividad que solo podría ser sostenida por la convicción de que el pueblo efectivamente es democrático y/o de izquierda. En la segunda, la dicotomía es que nos dejaría sin un criterio propio para distinguir entre populismos de izquierda y de derecha. Inclusive, no tendríamos una alternativa para no ver populismo en cualquier identidad política porque el populismo sería la política tout court. Pensamos que una salida teórica posible sería aceptar como menciona Franzé (2021) que en el institucionalismo también hay política, además de una reformulación entre los conceptos populismo, hegemonía y política. También, la pretensión de una inversión retórica para revertir la carga peyorativa del populismo desnuda una ética militante, que provoca el traslape de los conceptos. Entonces, tal vez una solución sería visualizar al populismo como una emancipación eventual entre otras, y no como la única factible.

Por último, resulta crucial entender que el giro epistemológico que da Laclau es clave para entender el populismo en nuestra época. No obstante, nos seguimos preguntando si en todo desarrollo posestructuralista es imposible escapar de un grado mínimo de normatividad y de algún grado de inconsecuencia teórica. La identificación de inconsistencias e impurezas epistemológicas nos ayuda no solo a enriquecer la teoría del autor y a analizar el contexto político en el sur y norte global, sino que nos permite cuestionar las bases del mismo terreno ontológico en el que estamos asentados.

Last but not least, las cuatro tensiones del populismo laclausiano intentaron de algún modo englobar a la teoría dentro de un problema más grande: la tensión entre la normatividad y el posestructuralismo, además de la paradójica relación entre el alcance y la especificidad de los conceptos. Así, los dilemas teóricos no se solucionan, sino que acorde al epígrafe simplemente se desplazan, en este caso a un dilema mayor, que estaría al interior de la propia teoría posestructuralista.

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  1. Alejandro Moreno. MA en Ciencia Política por la Universidad de Essex (Inglaterra). Doctorando en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (Argentina) y becario doctoral CONICET en la Universidad Nacional de San Martín (Argentina). Correo electrónico: alex.morenohdz@gmail.com. Temas de especialización: teoría política, historia conceptual, sociología política.↩︎

  2. Barrett, Michele (1994). Ideology, Politics, Hegemony: From Gramsci to Laclau and Mouffe. Verso.↩︎

  3. Para Marchart (2009, pp. 195-200), la teoría laclausiana es una ontología de la política, dado que cubre un desarrollo de la significación como tal cosa. Acorde con esta teoría, no habría sentido posible sin alguna forma de antagonismo. Debido a que no se limita al campo de la política, sino que afirma que todos los sistemas de significación (incluidos los no políticos) se construyen políticamente mediante la diferencia, la exclusión y el antagonismo, ésta pasa a ser una teoría general de la significación, una ontología. Escribe Marchart (2009: 199): “Una filosofía primera […] tiene que entenderse como una forma de personar o filosofar que buscar establecer las condiciones cuasi trascendentales del proceso de fundar y desfundar. Y dado que el fundar/desfundar debe concebirse como un proceso intrínsecamente político, y que la ontología ha de concebirse, necesariamente como ontología política, la diferencia entre lo ontológico y lo óntico será necesariamente reenmarcada en función de la diferencia entre ‘lo político’ y ‘la política’”. De este modo, lo óntico aparecería en un campo más de la práctica, mientras que lo ontológico referirá más a la teoría y epistemología. No obstante, ambas se encontrarían contaminadas una de la otra. La división no sería tajante, sino que incluso estarían superpuestas (Marchart, 2004). Esta misma superposición podría provocar la combinación entre la ética militante y la teoría formulista del autor.↩︎

  4. Cabe puntualizar, en Hegemonía y Estrategia Socialista, el proyecto emancipatorio consiste en una profundización de la ideología liberal democrática en una versión radicalizada y pluralista (Laclau y Mouffe, 1987, p. 222). “Entre la lógica de la completa identidad y la de la pura diferencia, la experiencia de la democracia debe consistir en el reconocimiento de la multiplicidad de las lógicas sociales tanto como en la necesidad de su articulación. Pero esta última debe ser constantemente recreada y renegociada, y no hay punto final en el que el equilibrio sea finalmente alcanzado” (Laclau y Mouffe, 1987, pp. 234-235). Ahí converge el ideal igualitario con el republicanismo pluralista, a diferencia de La Razón Populista, donde Laclau reduce la pluralidad a la unidad, ya que la lógica del vaciamiento desparticularizaría y homogeneizaría el campo común a través del significante vacío. Éste último sería uno de los ítems particulares e internos de la cadena equivalencial que tienta asumir la universalidad (Aboy y Melo, 2014, pp. 421-423).↩︎

  5. Para fines prácticos, usaremos las definiciones de estos conceptos usadas por Stavrakakis (2010, p. 98): “la jouissance sería una imaginación del goce como plenitud, que promete recuperar algo que se perdió en el curso de la socialización. El fantasma experimenta la promesa de la satisfacción, plasmada en el objeto del deseo, pero el objeto solo encarna el goce en medida que falta, una vez que está en nuestras manos, se evapora toda su aura”.↩︎

  6. En términos lacanianos, lo Real es aquello imposible de ser representado por la realidad y sus símbolos, que solo podría mostrarse a través de la disrupción de cualquier intento (simbólico o imaginario) de representarlo (Glynos y Stavrakakis, 2004, p. 206).↩︎