DOI: 10.60728/s115b358

La sociedad como ajedrez: la crítica de Adam Smith al “hombre de sistema”

Society as Chess: Adam Smith’s Critique to the Man of System

Patricio Órdenes1

https://orcid.org/0009-0008-0931-5734

Recepción: 31.10.2023

Aceptación: 18.04.2024

Resumen: El presente ensayo explora la crítica que Adam Smith realiza a los «hombres de sistema». Encuadrando el pensamiento de Smith en el seno de la tradición escocesa, se contrapone el arquetipo de «hombre sistema» con la figura de un «buen legislador» smithiano, a partir del cual se derivan una serie principios aplicables a la gobernanza contemporánea. Estos principios incluyen la necesidad de reconocer los límites tanto cognitivos como epistémicos que impone la tarea de gobernar, la distinción entre órdenes espontáneos y deliberados, y el reconocimiento de las consecuencias no intencionadas de la acción humana. Se sostiene que el modelo de «buen legislador» smithiano guarda un profundo interés en resguardar la observancia de la justicia en la sociedad, en la aplicación de reglas generales de comportamiento, y en una materialización prudente y reservada de sus roles distributivos.

Palabras clave: Adam Smith, hombre de sistema, Ilustración Escocesa, gobernanza

Abstract: This essay explores Adam Smith's critique to the "man of system." Situating Smith's thought at the center of the Scottish tradition, it contrasts the archetype of a "man of system" with the figure of a Smithian "good legislator", from which a series of principles applicable to contemporary governance are derived. These principles include the necessity of recognizing both cognitive and epistemic limits imposed by the legislative task, the distinction between spontaneous and deliberate orders, and the recognition of the unintended consequences of human action. It is argued that the "Smithian legislator" model holds a deep interest in safeguarding the observance of justice in society, in the application of general rules of behavior, and in a prudent and restrained application of their distributive roles.

Keywords: Adam Smith, man of system, Scottish enlightenment, governance

El hombre de sistema […] se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que las piezas del ajedrez carecen de ningún otro principio motriz salvo el que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente del que la legislación arbitrariamente elija imponerle. Si ambos principios coinciden y actúan en el mismo sentido, el juego de la sociedad humana proseguirá sosegada y armoniosamente y muy probable será feliz y próspero. Si son opuestos o distintos, el juego será lastimoso y la sociedad padecerá siempre el máximo grado de desorden.

Adam Smith2

Introducción

Adam Smith legó al mundo moderno una de las obras más iluminadoras respecto de qué es lo que impulsa la acción de los seres humanos. Creador de la metáfora más famosa de la historia del pensamiento económico, las investigaciones de Smith aproximaron a sus contemporáneos a comprender con mayor precisión cuáles son las bases fundamentales que impulsan el progreso material de las naciones, y por qué los atentados en contra de aquellos fundamentos tendrían un enorme costo social, sobre todo para las personas de los estratos más humildes. En lo que hoy se conoce como psicología moral, su obra permitió un mejor entendimiento acerca de qué es lo que hace despertar nuestra empatía por los demás, o cómo podemos servirnos de un ejercicio imaginativo –el espectador imparcial– para evaluar la pertinencia de nuestra conducta o la de otros a través de los ojos de un tercero3. Escribiendo en medio de la efervescencia intelectual que caracterizó a la Escocia de la segunda mitad del siglo XVIII, el eminente profesor de filosofía moral de Glasgow inscribió su obra en aquel registro intelectual que luego se conocería como la Ilustración Escocesa, fraguada bajo el alero de notables pensadores, como Francis Hutcheson –quien fue profesor de Smith en la cátedra de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow, que años más tarde el mismo Smith ocuparía–, su gran amigo David Hume y Adam Ferguson, entre otros grandes filósofos. Esta tradición tuvo como uno de sus ejes centrales el reconocimiento de los límites de la razón para moldear la conducta humana a gran escala, reconocimiento que contrastaba fuertemente con una visón racionalista o constructivista de la sociedad (Barry, 1982; Wences, 2009).

Adam Smith logra comprender que la sociedad y sus interacciones –de las cuales el mercado es un ejemplo– constituye un orden social no deliberado que es fruto del «sistema de libertad natural» por el cual Smith posteriormente va a abogar, cuyos participantes, al tener agencia propia, desatan de modo no intencionado dinámicas independientes de los designios que pueda imponer un legislador superior por la fuerza. De ahí su crítica, enunciada en la apertura de este texto, a los hombres de sistema, a aquellos que creen poder controlar los devenires de la sociedad tal como si se tratara de un inerte tablero de ajedrez. Aquella crítica, escéptica de los poderes planificadores de la razón, se encuentra en el centro de la tradición escocesa y es capaz de ofrecer, incluso hasta estos días, importantes lecciones para quienes pretendan remodelar la arquitectura más íntima de las sociedades.

Este ensayo tiene por objeto explorar la crítica que Adam Smith formula a los hombres de sistema, analizando su relación con algunos puntos centrales del pensamiento de la ilustración escocesa, para luego formular algunas implicancias para la gobernanza contemporánea que pueden ser derivados a partir de aquella crítica. La sección 2 comienza situando el pensamiento de Adam Smith en el contexto de la ilustración escocesa de la segunda mitad del siglo XVIII, vinculando algunos puntos centrales de esta tradición con la crítica que Smith formula a los hombres de sistema. La sección 3 explora qué hay detrás de esta crítica, resaltando tres lecciones centrales aplicables a la gobernanza contemporánea. La sección 4, sobre la base de las lecciones anteriores, deriva cuáles son los lineamientos que se siguen del modelo de un buen legislador smithiano. La sección 5 concluye.

Smith y la tradición escocesa

La vida de Adam Smith fue serena, contenida, metódica y laboriosa. Prácticamente vivió como un asceta. Al lado siempre y únicamente de su madre –su padre falleció meses antes de que naciera–, nunca se casó, y, según el mismo, era novio de «nada más que sus libros» (Rae, 1895, p. 329). Uno de sus biógrafos, John Rae, coincide: «su madre, sus amigos, sus libros: estas fueron las tres grandes alegrías de Smith» (Ibídem, p. 327). Su vida intelectual y académica, en cambio, estuvo lejos de aquella serenidad que caracterizó a su vida personal. A los catorce años ingresó a la Universidad de Glasgow y a sus diecisiete se fue becado en Oxford para completar su educación. Allí fue penalizado por leer el Tratado sobre la Naturaleza Humana de David Hume, texto que en ese entonces era considerado herético y ateo. A sus veintiocho años ingresó como profesor a la Universidad de Glasgow, lugar donde enseñaría primero lógica y luego filosofía moral. Esta última cátedra abarcaría el estudio de la ética, la teología natural, la economía política y la jurisprudencia. A sus treinta y seis años publica Teoría de los Sentimientos Morales, y a sus cincuenta y tres da a luz –luego de más de diez años de arduo trabajo–, a su texto más reconocido en la actualidad: Una Investigación sobre la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones. La Riqueza se publica en 1776, mismo año en que Estados Unidos firmara su declaración de Independencia. Aquel año sería clave para la historia no solo por los dos eventos mencionados, sino porque sería precisamente en aquel periodo –entre finales del siglo XVIII y principios del XIX– en el cual se desatarían las fuerzas productivas impulsadas por la revolución industrial y el mundo comenzaría a abandonar su estado, permanente hasta aquel entonces, de estancamiento y pobreza material. A propósito de ello, el célebre historiador Arnold Toynbee sostuvo que «La Riqueza de las Naciones, junto con la máquina a vapor, destruyeron el viejo mundo y construyeron uno nuevo» (Skousen, 2007, p. 12). Y Alexander von der Marwitz, un estudiante alemán, escribiría que Smith «Después de Napoleón, es el monarca más poderoso de Europa» (West, 1976, p. 10).

La obra de Smith da cuenta de alguien profundamente interesado en diversos temas, no solo en asuntos económicos, sino también en asuntos históricos, morales, políticos, retóricos e incluso astronómicos y físicos. En dicho sentido, Smith ha sido descrito como el gran ecléctico (Viner, 1927). Su extraordinaria capacidad analítica y de observación –el premio Nobel de economía George J. Stigler (1971) alguna vez lo llamó un hombre «superlativamente observador»–, lo hizo reflexionar hasta en los asuntos más triviales con el mayor de los detalles y dedicación4.

Los tiempos en que Smith escribe son los de la Escocia de la segunda mitad del siglo XVIII, una época marcada por un vibrante clima intelectual que resultaba de la convergencia de notables pensadores que dieron forma, a través de sus escritos, a lo que hoy se conoce como la Ilustración Escocesa (Beales, 2005). Smith fue un personaje central de esta tradición, que incluyó también a Adam Ferguson –quien naciera el mismo año que Adam Smith y que luego sería considerado uno de los más grandes personajes de la historia europea–, David Hume –quien, a pesar de ser doce años mayor que Smith, sería su mejor amigo–, Francis Hutcheson, Lord Kames, William Robertson, John Millar, Dugald Stewart, Thomas Reid, James Beattie, entre otros. La lista es larga, e incluye no solo a pensadores dedicados a temas de filosofía política, moral o economía, sino también a novelistas, arquitectos, retratistas, poetas, médicos, químicos, entre muchos otros. Todos ellos de cierta forma encabezaron la élite intelectual durante prácticamente tres generaciones, a través de pioneros, protagonistas y herederos (Wences, 2009). Entre ellos se gestaba una especie de intercambio intelectual permanente, acompañada de amistad y, desde luego, más de algún desacuerdo5. Sería tal la efervescencia del clima intelectual de aquel entonces que un prestigioso juez de la época, Alexander Wedderburn, lo describiría de la siguiente forma:

[…] la panorámica más interesante de este país proviene de los hombres de letras. Robertson está a punto de concluir una Historia [...], John Home ha terminado el primer acto de Agris; Ferguson está escribiendo un ingenioso sistema de oratoria o retórica en general, seguramente ya habrás leído el poema épico de Wilkie; Smith está a punto de dar a conocer una gran obra en la que expone profundos principios de filosofía; Lord Kames va a publicar prontamente un libro sobre Derecho; y Hume está muy adelantado en su Historia sobre Gran Bretaña6.

A Edimburgo se le denominaba la Atenas del Norte.

Como elementos propios de esta tradición se puede advertir, en primer lugar, una valoración por las explicaciones racionales y empiristas por sobre aquellas basadas en la superstición; en segundo lugar, una identificación del ser humano como alguien impulsado tanto por su propio interés como por el deseo de ganar la simpatía de los demás; y, en tercer lugar, un reconocimiento acerca de los límites de la razón humana para moldear el comportamiento de las sociedades a gran escala. Este último punto, de hecho, llevó a varios filósofos de la Ilustración Escocesa a desarrollar posturas contrarias al racionalismo francés de inspiración cartesiana, que postulaba que el conocimiento verdadero se podía lograr únicamente a través de la razón, sin el concurso de la experiencia y de la sensibilidad. Los escoceses, en cambio, resaltaban los límites de la razón para planificar el devenir de las interacciones sociales, rechazando así la pretensión de controlar los resultados que surgen de aquellas interacciones y encauzarlos deliberadamente a algún fin proyectado por una mente humana. Adam Ferguson, en este sentido, defendía que la sociedad civil comercial «surge espontáneamente, sin la intervención de un designio deliberado. Intentó, al igual que el resto de los ilustrados escoceses, demostrar que las instituciones sociales con elevados grados de complejidad no necesariamente eran el resultado de un designio intencional» (Wences, 2009). Se puede afirmar entonces que mientras para la tradición francesa los seres humanos son susceptibles de ser moldeados por medio de la razón para alcanzar la perfección, la tradición escocesa comprende y remarca la imperfectibilidad humana, rechazando adelantar intentos de alcanzar, por medio del planeamiento social, perfección moral alguna. En palabras de Smith: «el tosco barro con que está formado el grueso de la humanidad no puede ser labrado hasta una cumbre tan perfecta» (Smith, 2022 [1759], p. 290).

Adam Smith tuvo dos grandes enemigos: el empresario rentista y el hombre de sistema. En La Riqueza elaboró fuertes críticas a quienes se confabulan con el poder político para cerrar el mercado y sacar partido de los monopolios y, por ello, abogó por la libertad económica y la promoción de la competencia. En Teoría de los Sentimientos Morales criticó al «hombre de sistema», que cree poder imponer su idealizado proyecto político al margen de la acción y voluntad de las personas que lo soportan. Cabe destacar, sin embargo, que con esta crítica Smith no pretende sostener que cualquier imposición del legislador deba ser desacreditada por pretender controlar los destinos de la sociedad. Desde luego que Smith acepta la existencia del Estado, y su posición está lejos de ser categorizada como antiestatista, anarcocapitalista o propia de alguien que aborrezca –por sí misma– la función de los estados. De hecho, Smith abogó por la educación pública a nivel básico, lo que para su época era algo bastante adelantado7. Más bien, el punto del filósofo escocés es advertir que la tarea del legislador exige prudencia, tanto en su inspiración como en su ejecución. Resalta, al contrario del «hombre sistema», que el buen legislador se abstiene de creer –y querer aplicar– su proyecto político ideal. Y no es –vale dejar claro este punto– que el buen legislador smithiano no tenga ideas claras respecto de cuál es aquel ideal, sino más bien que, aún teniéndolas, es capaz de sopesar frente a ellas la voluntad y preferencias del resto de la sociedad.

Lo que podría denominarse un legislador prudente o buen legislador, entonces, sería análogo en este punto a quien, al actuar, tiene conciencia respecto de la figura de espectador imparcial que desarrolla Smith; es decir, la conciencia frente a que la conducta propia debe ser siempre evaluada con base en los ojos de un tercero, preguntándose si aquella conducta podría ser adoptada y aprobada por este último de manera imparcial. Y es este tipo de prudencia, es decir, prudencia como moderación de las pasiones propias, la que serviría como fundamento para discernir respecto de la corrección, o no, del tipo de acciones que cabrían dentro del marco de un buen legislador smithiano. En palabras de Smith:

Para dirigir la visión del estadista puede indudablemente ser necesaria una idea general, e incluso doctrinal, sobre la perfección de la política y el derecho. Pero el insistir en aplicar, y aplicar completa e inmediatamente y a pesar de cualquier oposición, todo lo que esa idea parezca exigir, equivale con frecuencia a la mayor de las arrogancias. Comporta erigir su propio juicio como norma suprema del bien y el mal. Se le antoja que es el único hombre sabio y valioso en la comunidad y que sus conciudadanos deben acomodarse a él, no él a ellos (Smith, 2022 [1759], p. 407).

Esta crítica también está presente en otros pensadores de la ilustración escocesa. Por ejemplo, Adam Ferguson (2010, [1767], p. 174) sostiene que la raza humana «está regida, en las instituciones y medidas que adopta, por las circunstancias en que se encuentra; y rara vez se desvía de su camino para seguir el proyecto de un solo hombre». Hay ahí, desde luego, no solamente un reconocimiento acerca de lo poco habitual que es que la sociedad acepte seguir el camino delineado por la mente de «un solo hombre», sino también un claro reconocimiento acerca de que los destinos de las sociedades están conducidos más bien por sus propias circunstancias. En palabras de Ferguson: las instituciones son «el resultado de actos humanos, pero no la ejecución de un designio humano» (Ibídem). En última instancia, lo que esto implica en la práctica es que el desarrollo y el resultado del complejo juego de la interacción humana no surge de la razón de una única mente, sino que es el producto no intencionado de la suma de acciones individuales que interactúan entre sí a través de un proceso evolutivo, no susceptible de ser ni planificado ni controlado. Así, un punto central que permea prácticamente la totalidad del pensamiento de la tradición escocesa es el reconocimiento de la impotencia de la razón y la voluntariedad humana para moldear los resultados de la interacción social al compás de lo que una única mente humana pueda pretender.

¿Qué hay detrás de la crítica al «hombre de sistema»?

Para Smith, el hombre de sistema u hombre doctrinario es aquel que «se da ínfulas de muy sabio y está casi siempre tan fascinado con la supuesta belleza de su proyecto político ideal que no soporta la más mínima desviación de ninguna parte del mismo» (Smith, 2022 [1759], p. 407). Aunque existe discusión en la literatura acerca de a quién en particular estaba apuntando implícitamente Smith en aquellas líneas ­–si es acaso una referencia a las primeras etapas de la revolución francesa, un embate velado a la visión doctrinaria de los fisiócratas, o una alusión al carácter y las reformas de José II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (Lock, 2007)–, su crítica al hombre de sistema puede ser leída como una referencia a un arquetipo de persona que cree poder aplicar su propio sistema de creencias y preferencias a la sociedad, tal y como si esta no fuera más que un mero «tablero de ajedrez»8. O, dicho de otro modo, la crítica apunta a aquellos que creen poder planificar deliberadamente la sociedad «desde arriba» o con un enfoque top down. El «hombre de sistema» sostiene Smith, olvida el «principio motriz propio que cada pieza posee», y, por tanto, está destinado a descubrir los «obstáculos que en ocasiones opone a la ejecución de su propia voluntad» (Ibídem). De esta forma, resulta claro que:

[…] si ambos principios coinciden [la voluntad del legislador, por una parte, y la voluntad de las personas que componen la sociedad, por la otra] y actúan en el mismo sentido, el juego de la sociedad humana proseguirá sosegada y armoniosamente y muy probable será feliz y próspero. Si son opuestos o distintos, el juego será lastimoso y la sociedad padecerá siempre el máximo grado de desorden (Ibídem).

El reconocimiento de la «impotencia de la razón», como la hemos denominado, para «moldear los resultados de la interacción social», puede ser así entendido como la justificación de la crítica que Smith realiza a los hombres de sistema. Sin embargo, la crítica smithiana recoge algunos puntos adicionales sobre los cuales vale la pena detenerse. En particular, detrás de esta crítica también se encuentra: 1) el reconocimiento de los límites cognitivos y epistémicos que enfrenta el legislador o la autoridad central a la hora de pretender encaminar a la sociedad a un determinado fin, 2) la identificación del «juego de la sociedad humana» como un orden que evoluciona primordialmente desde abajo, y, por tanto, no es siempre susceptible de ser conducido por alguna voluntad humana en particular desde arriba, y 3) un reconocimiento acerca de las consecuencias no intencionadas de la acción humana. A continuación, se profundizará brevemente en cada uno de estos elementos, que pueden ser entendidos como principios aplicables a la gobernanza contemporánea.

Límites cognitivos y epistémicos

La autoridad central, al intentar influir en la dirección que toma el curso de la interacción social, enfrentará invariablemente considerables límites cognitivos y epistémicos. En el plano económico, por ejemplo, el legislador «hombre de sistema» podrá querer imponer una determinada distribución de los ingresos en la sociedad de acuerdo con determinados principios morales, o establecer que el precio de alguna mercancía en particular no debería superar un determinado monto. Sin embargo, aquella pretensión pasará por alto el hecho de que a menudo aquellos resultados surgen de la interacción de múltiples voluntades, cada una de las cuales actúa a partir de la información y preferencias que posee en su particular circunstancia. De ahí que los intentos por alterar artificialmente aquellos resultados –fijar precios, por ejemplo– termine frecuentemente produciendo efectos negativos indeseados. Tal como ha apuntado el economista Peter Boettke recogiendo justamente este punto:

[…] el hombre de sistema se enfrenta inexorablemente a lo que Don Lavoie ha caracterizado como un problema de conocimiento. Cada ser humano tiene un principio de movimiento propio que la autoridad central nunca podría conocer, y mucho menos ordenar para controlar la sociedad humana (Boettke et al., 2016).9

La razón de ello es que los individuos, al actuar dentro del «gran juego de la sociedad», se valen no solamente de sus propias preferencias, sino también de la información y el conocimiento que tienen y que solo puede ser conocido por ellos mismos, puesto que atañe a sus propias circunstancias particulares tanto de tiempo como de espacio. Este punto, notablemente, habría sido luego profundizado y sintetizado por el austriaco Friedrich von Hayek en El uso del Conocimiento de la Sociedad (Hayek, 1997 [1945]). El punto central es que la posición del legislador, lejana a la toma de decisiones del resto de la sociedad, lo fuerza a quedar incapacitado de reunir para sí toda la información necesaria para inteligir de manera adecuada el resultado de las interacciones sociales, quedando limitado por tanto de poder controlar y dirigir estas de acuerdo con su voluntad sin producir efectos indeseados que escapen a su plan inicial (Hayek, 1989 [1974]). Tal como sostiene Smith:

[…] es indudable que por naturaleza cada persona debe primero y principalmente cuidar de sí misma, y como cada ser humano está preparado para cuidar de sí mejor que ninguna otra persona, es adecuado y correcto que así sea. Por tanto, cada individuo está mucho más profundamente interesado en lo que le preocupa de inmediato a él que en lo que inquieta a algún otro hombre10.

De esta forma, el reconocimiento de los limitantes cognitivos y los problemas de conocimiento que enfrenta el legislador no solamente explican lo infructuoso que muchas veces resultan las pretensiones organizativas de los «hombres de sistema», sino que también constituyen un argumento a favor de la toma de decisiones descentralizada, en contraposición a una toma de decisiones centralizada o hecha por un tercero. A la vez, este argumento puede ser comprendido como un adelanto al enfoque que aboga por la organización policéntrica en la provisión o producción de bienes o servicios públicos y/o comunes (Ostrom, 2010).

Órdenes espontáneos versus órdenes deliberados

El segundo punto que guarda relación con la crítica de Adam Smith al hombre de sistema es la distinción entre los órdenes espontáneos y los órdenes deliberados o artificialmente creados, puesto que mientras que estos últimos son la mayoría de las veces susceptibles de ser modificados al antojo de la voluntad humana, los primeros rara vez lo son. Lo central de aquella distinción es que con frecuencia es en los órdenes espontáneos sobre los cuales el legislador pretenderá actuar, lo que supone importantes obstáculos para la consecución de aquella pretensión.

Los órdenes espontáneos, siguiendo al pensador austriaco Friedrich von Hayek –quien desarrolla este punto recogiendo la tradición en que se inscribe la obra de Smith11–, tienen como característica fundamental que se forman «desde abajo» o «desde dentro»; es decir, de forma endógena. En contraste, los órdenes deliberados o creados artificialmente son aquellos que son el resultado de un proyecto humano y, por tanto, son formados exógenamente o planificados «desde arriba». Ejemplos de órdenes espontáneos son el mercado, el lenguaje, y la moral, mientras que órdenes deliberados son la empresa, la familia o una granja. La sociedad, visto de esta forma, sería así el resultado de la coexistencia e interacción entre los órdenes espontáneos y un sinfín de organizaciones u órdenes deliberados. Por tanto, si bien dentro de la sociedad los individuos deciden agruparse bajo estructuras de órdenes deliberados siguiendo sus fines e intereses particulares, la interacción entre todos aquellos órdenes da lugar a un orden mayor, el cual será «eminentemente espontáneo»12. De esta forma, y en línea con uno de los puntos centrales que permea la ilustración escocesa, los órdenes espontáneos son estructuras ordenadas que, si bien son fruto de la acción de muchos hombres, no son el resultado de un proyecto humano.

Comprender la distinción entre ordenes espontáneos y ordenes deliberados –o artificiales– es fundamental para aproximarse a una mejor comprensión de las dinámicas que emergen de la interacción social, así como también para entender adecuadamente las limitaciones que encuentran las pretensiones humanas de modificar deliberadamente sus resultados. En último término, la crítica al hombre de sistema debe ser entendida como una advertencia frente a las pretensiones de intervención sobre los resultados que emergen de órdenes espontáneos, más no como una crítica a la intervención sobre cualquier orden. Así, la lección fundamental será que el reconocimiento de la naturaleza «endógena» de los órdenes espontáneos termina necesariamente limitando las posibilidades para que la voluntad humana pueda pretender controlar aquel orden. El juego de la sociedad humana, como lo llamó Smith, equivaldría así a un orden de carácter eminentemente espontáneo, que por tanto no admitiría –o al menos no sin costos– pretensiones de alteración deliberada por una única mente humana.

Las consecuencias no intencionadas de la acción humana

Por último, la advertencia de Smith contra los hombres de sistema también constituye un reconocimiento de las consecuencias no intencionadas de la acción humana. Este reconocimiento, de hecho, también se encuentra implícito, aunque aludiendo a una consecuencia no intencionada de resultados positivos, en la famosa metáfora smithiana de la mano invisible, que conduce a las personas que solo buscan su propio beneficio «a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos» (Smith, 2022 [1776], p. 554). Al comprender que el resultado de la interacción humana escapa incluso al «principio motriz» de las mismas piezas del tablero de ajedrez –la voluntad particular de las personas mismas que interactúan–, se termina por develar como un imposible el hecho de que una voluntad ajena –o que actúa «desde fuera» de aquel orden– pueda llegar a conducir a su antojo el resultado que surge del mismo.

En este sentido, el concepto de mano invisible que recoge Smith da cuenta de la misma observación que emerge de los órdenes espontáneos, donde se describe cómo el hombre es llevado a promover un fin «que no forma parte alguna de sus intenciones». Así, tal y como ocurre con el reconocimiento de los órdenes espontáneos como objetos inadecuados de alteración por parte del «hombre de sistema», el reconocimiento de las consecuencias no intencionadas de la acción humana conducirá a concluir en el mismo sentido: el hombre de sistema se verá imposibilitado en su pretensión de guiar a la sociedad a su antojo precisamente porque esta surge de consecuencias no intencionadas de la acción de muchos hombres.

En la práctica, el reconocimiento de las consecuencias no intencionadas de la acción humana llevará al legislador a ejercer su rol con la máxima prudencia, dado que los beneficios de la intervención estatal, incluso cuando parecieran ser claros a simple vista, son susceptibles de ser eclipsados siempre y en todo momento por una serie de costos y efectos negativos no anticipados. Así, ya sea por ignorancia, por error, por la imperiosa inmediatez de los intereses que se desean conseguir y que blindan la vista frente a futuras consecuencias, por las implicancias que tiene el respeto a ciertos valores básicos en la sociedad, o por el efecto de ciertas «predicciones contraproducentes», el legislador no será capaz de prever la totalidad de las consecuencias que su actuar tiene el potencial de desencadenar (Merton, 1936). Y tal como ha remarcado Ikeda (2005), aquellas fuentes de incertidumbre frente a consecuencias no anticipadas son aplicables a un amplio espectro de esferas en las cuales el legislador puede pretender influir.

¿Cuál es el rol apropiado del legislador smithiano?

Una vez que se han identificado las restricciones que impone el reconocimiento de la impotencia de la razón para moldear el devenir de las sociedades, derivada de la crítica que Smith realiza al «hombre de sistema», surge entonces la pregunta acerca de cuál debiese ser el rol apropiado de un «buen legislador» smithiano. Como se ha sostenido con anterioridad, reconocer los límites propios de la tarea del legislador no implica que este deba abstenerse de asumir rol alguno, sino más bien que tanto la inspiración como la ejecución de su tarea debe estar inspirada en la virtud de la prudencia. Como se verá, esto conduce a importantes consideraciones acerca de la naturaleza de las reglas que debería dictar el «buen legislador», los alcances distributivos de su acción, y la importancia que tiene velar por la observancia de la justicia dentro de la sociedad.

El tratamiento de esta cuestión en particular merece dos constataciones previas. La primera es que, como se adelantó previamente, la prudencia que exige tanto la concepción como la ejecución de la tarea del legislador puede ser representada por el dispositivo analítico que Smith utiliza para promover esta última, que es el espectador imparcial. Al recomendar el autor a observar nuestra conducta a través de los ojos de un tercero imparcial, Smith inyecta juicio y prudencia en la consideración de nuestros actos. Ya no importará únicamente los proyectos propios, la mirada atenta del espectador imparcial forzará nuestra atención también hacia la aprobación o desaprobación por parte del resto.

La segunda constatación es que, en el pensamiento de Smith, más que acciones específicas de política para alcanzar la perfección en la tarea del buen gobierno, lo que hay son reglas que permiten corregir ideas imperfectas que de otro modo se habrían abrazado. De hecho, el espectro de políticas públicas que podrían ser apoyadas desde una perspectiva smithiana es amplio, e incluye no solamente aquellos deberes de preservación del orden por parte del Estado, sino también incluso algunos roles en materia educativa.

En particular, Smith considera que el primer deber del Estado es el de proteger a la sociedad de la violencia por parte de enemigos externos, y a partir de ello aboga por el establecimiento de un ejército permanente financiado con cargo a los ingresos generales de la nación.

El segundo rol que le cabe al Estado, según Smith, es el de proteger a cada miembro de la sociedad contra la injusticia y opresión de cualquier otro miembro de la misma. En este punto, el filósofo escocés se está refiriendo particularmente a la protección de la propiedad de los ciudadanos frente a las posibles agresiones por parte de sus conciudadanos, y puntualiza el hecho de que esta necesidad surge cuando es posible la acumulación de grandes riquezas o propiedades. Además, subraya que este deber, al igual que el deber de proveer seguridad, tiene a aumentar en la medida que las naciones progresan.

Finalmente, un tercer rol relevante que Smith considera debe tener el Estado es el deber de:

[…] construir y mantener esas instituciones y obras públicas que, aunque sean enormemente ventajosas para una gran sociedad son sin embargo de tal naturaleza que el beneficio jamás reembolsaría el coste en el caso de ningún individuo o número pequeño de individuos y que, por lo tanto, no puede esperarse que ningún individuo o grupo reducido de individuos vayan a construir o mantener (Smith, 2022 [1776], p. 685).

En particular, Smith se está refiriendo a las obras e instituciones que facilitan el comercio de la sociedad y las que promueven la instrucción del pueblo. Ejemplos de ello son caminos, puentes, canales navegables, puertos. Cabe notar, en todo caso, que, aunque Smith considera que es deber del Estado construir y mantener estas obras o instituciones, no sostiene que deban ser siempre financiadas con cargo a los ingresos generales del Estado. En el caso de canales navegables, carreteras o puentes, por ejemplo, recomienda la utilización de peajes con cargo a quienes los utilicen, puesto que permite alinear de mejor forma los incentivos para una correcta utilización y mantención de estos. Y en el caso de la provisión de educación fundamental o básica, promueve que el Estado deba financiar un parte de la provisión en conjunto con el cobro de una tasa, aunque moderada, a quien se va a beneficiar de dicha educación, de tal manera que “incluso un trabajador común sea capaz de pagarla” (Ibíd, p. 720). En ambas recomendaciones, Smith vio el pago de los usuarios como una vía para alinear los incentivos hacia una mayor eficiencia (Skinner, 2011).

En lo que sigue, entonces, nos abocaremos a analizar cuáles son aquellas reglas que permiten corregir ideas imperfectas que de otro modo se habrían abrazado, y que, por tanto, serán útiles para guiar a los buenos legisladores.

Reglas de acción y reglas para la acción

Las cuestiones revisadas en las líneas precedentes llevan necesariamente a asumir que la tarea del legislador exige cuidado y prudencia. En línea con los límites cognitivos que se ha visto que enfrenta el legislador, una distinción útil conduce a sostener que el rol del buen legislador smithiano estará más inclinado a establecer reglas generales en lugar de mandatos específicos de acción. Un orden basado en reglas, más que en mandatos específicos, permite aprovechar el conocimiento disperso que ninguna mente única posee, y, por lo tanto, contribuye a abordar lo que se conoce como el «problema del conocimiento» (Cachanosky y Padilla, 2017). De esta forma, preferir, toda vez que sea posible, el ejercer la tarea del legislador a través del establecimiento de reglas generales es una forma de suplir las asimetrías de información que separan al legislador de la infinidad de personas que realmente toman las decisiones que dan vida y curso al orden social.

De este principio se sigue que más que la imposición de fines determinados a la dinámica social, la tarea del legislador debiera remitirse a la provisión del marco de reglas que facilita que los propios agentes puedan perseguir sus fines propios. En el plano comercial, este esquema conceptual estaría detrás de la defensa que Adam Smith realiza a la libre competencia en contraste con el proteccionismo que promovía el mercantilismo. En política económica, por tanto, mientras que el hombre de sistema busca la promoción de determinadas industrias, el buen legislador promueve las reglas que facilitan la libre competencia. No hay, por tanto, necesidad de que una mano «mueva» a las piezas del tablero de ajedrez a su antojo, sino precisamente que el tablero esté bien aceitado para facilitar el despliegue de la agencia propia que guardan las piezas.

Vigilar la observancia de la justicia

Un segundo elemento que exige la tarea del buen legislador es vigilar el respeto y cumplimiento por las normas que resguardan la justicia dentro de la sociedad. En el pensamiento de Smith hay una muy clara valoración de la suprema importancia de la justicia para preservar el orden social. En tal sentido, Smith afirma que, si bien la beneficencia es importante, esta es únicamente el adorno que embellece el edificio, no la base que lo sostiene, y por ello no es en absoluto indispensable imponerlo. La justicia, en cambio,

[…] es el pilar fundamental en el que se apoya todo el edificio. Si desaparece entonces el inmenso tejido de la sociedad humana, esa red cuya construcción y sostenimiento parece haber sido en este mundo, por así decirlo, la preocupación especial y cariñosa de la naturaleza, en un momento será pulverizada en átomos (Smith, 2022 [1759], p. 183).

En la carrera hacia la «riqueza, los honores y las promociones», prosigue, el hombre «podrá correr con todas sus fuerzas, tensando cada nervio y cada músculo para dejar atrás a todos sus rivales. Pero si empuja o derriba a alguno, la indulgencia de los espectadores se esfuma. Se trata de una violación del juego limpio, que no podrán aceptar» (Ibídem, pp. 178-179). De esta forma, una de las tareas fundamentales del buen legislador será cuidar celosamente y con la máxima rigurosidad y aplicación de la ley la observancia de la justicia en lo que respecta a las relaciones entre los diversos individuos que componen el orden social.

Aquella observancia se traducirá, por ejemplo, en políticas que sancionen rigurosamente aquellas conductas que violen los principios de promoción de la competencia en los mercados que, tal como observamos, apoyó Smith. En el mundo del escocés, dicho de otra forma, no hay espacio para que quienes violan las reglas del «juego limpio» lo puedan hacer sin incurrir en ningún costo. En palabras de Smith:

Hay, sin embargo, otra virtud cuya observancia no es abandonada a la libertad de nuestras voluntades, sino que puede ser exigida por la fuerza, y cuya violación expone al rencor y por consiguiente al castigo. Esta virtud es la justicia. La violación de la justicia es un mal, causa un ultraje real y efectivo a personas concretas, por motivos que son naturalmente reprobados. Resulta, por tanto, el objeto propio del enfado y la sanción que es la consecuencia natural del resentimiento (Ibídem, p. 173).

Deberes positivos

Por último, asumir tareas que van más allá de proteger los derechos de los ciudadanos, cuidar de su seguridad y promover el respeto por la justicia será la tentación propia del legislador que actúa como «hombre de sistema». La impresión por la fuerza de objetivos o conductas nobles en las personalidades de los seres humanos, como la amistad o la generosidad, podría ser parte del proyecto político idealizado de muchos «hombres de sistema». Es lo que podría denominarse la «promoción de deberes positivos». Sin embargo, Smith advierte que esta arista en la tarea del legislador es la que exige la máxima delicadez y reserva, puesto que una gran variedad de estos atributos, aunque deseables, debe ser dejado al libre albedrío.

Inspirándose en este punto a partir de un autor de gran talento e influencia en la ilustración escocesa como Henry Home [Lord Kames], Smith sostendría que es importante distinguir entre la justicia y las «otras virtudes sociales», como la amistad, la caridad o la generosidad. Tal y como lo concibe, mientras que «pensamos que es totalmente correcto y cuenta con la aprobación de todas las personas el empleo de la fuerza para cumplir con las reglas de la justicia», la «práctica de estas otras virtudes sociales parece ser dejada a nuestro libre albedrío» (Smith, 2022 [1759], p. 173). El legislador prudente deberá distinguir, en otras palabras, aquello que es reprochable u objeto de desaprobación de lo que permite el uso de la fuerza para sancionar o prevenir. Luego, sostendrá el escocés que:

Al magistrado civil se le confía el poder no sólo de conservar el orden público mediante la restricción de la injusticia sino de promover la prosperidad de la comunidad, al establecer una adecuada disciplina y combatir el vicio y la incorreción; puede por ello dictar reglas que no sólo prohíben el agravio recíproco entre conciudadanos, sino que en cierto grado demandan buenos oficios recíprocos […] De todos los deberes de un legislador, es éste quizá el que exige la máxima delicadez y reserva para ser ejecutado con propiedad e inteligencia. Dejarlo totalmente de lado expone a la comunidad a brutales desórdenes y horribles atrocidades; y excederse en él es destructivo para toda libertad, seguridad y justicia.

Conclusión

En este ensayo se ha revisado cómo Adam Smith, siendo una de las figuras más prominentes de la Ilustración Escocesa, elaboró una fuerte crítica a quienes pretendieron controlar los destinos de la sociedad como si esta se tratara nada más que de un tablero de ajedrez, imponiendo su proyecto político idealizado y obviando el principio motriz propio que mueve a cada pieza del tablero. A partir de aquella crítica, se contrapuso al «hombre de sistema» que critica Smith frente a la figura de un «buen legislador», que, recogiendo las enseñanzas smithianas, se abstiene de pretender aplicar su proyecto político ideal sobre la sociedad. Vimos que detrás de esta crítica reposan una serie de importantes lecciones para el rol del legislador, tales como el reconocimiento de los límites tanto cognitivos como epistémicos que enfrentará en su tarea; la distinción entre órdenes espontáneos y órdenes deliberados; y el reconocimiento de las consecuencias no intencionadas de la acción humana. Vimos que el pensador escocés guarda un profundo interés por el resguardo de la justicia, que las reglas generales permiten aprovechar de mejor forma que los mandatos específicos de acción el conocimiento que se encuentra disperso en la sociedad, y que la promoción de deberes positivos exige la máxima prudencia y reserva, puesto que el valor de estos recae precisamente en su voluntariedad.

Tal vez una de las más importantes enseñanzas que lega la crítica a los «hombres de sistema» es que el rol apropiado del legislador, en lugar de intentar imponer pretensiones idealizadas, debiese ser aquel que establece reglas generales que permitan florecer el orden espontáneo, esto es, un orden que no ha sido preconcebido por una única mente, sino que ha sido el producto de las acciones de individuos que persiguen su propio interés, desde luego, sin por ello permitírseles menoscabar el interés de sus pares. Así también, el buen legislador no deberá nunca olvidar que la observancia de la justicia resulta fundamental para la preservación del inmenso tejido de la sociedad humana. Y que, si bien para ello será necesario establecer un sistema legal, de lo que se tratará en última instancia no será de establecer el mejor sistema legal idealizado, sino, en palabras del mismo Smith, «procurar establecer el mejor que el pueblo sea capaz de tolerar» (Ibídem, p. 406).

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  1. Magíster en Políticas Públicas por la Pontificia Universidad Católica de Chile (Santiago de Chile). Núcleo de Humanidades y Ciencias Sociales Faro UDD – Universidad del Desarrollo (Santiago de Chile). Correo electrónico: patricioordenes@udd.cl. Temas de especialización: crecimiento económico, política fiscal, filosofía política.↩︎

  2. Smith, A. (2022) [1759]. La Teoría de los Sentimientos Morales. P. 407. Alianza Editorial. Aunque la traducción citada se refiere a «hombre doctrinario», utilizo «hombre de sistema» atendiendo su transcripción original «man of system» en Smith, A. (1982). The Theory of Moral Sentiments. Pp. 233-234. Liberty Fund.↩︎

  3. En Teoría de los Sentimientos Morales, por ejemplo, dedica brillantes líneas a explicar por qué los matemáticos suelen ser menos sensibles a la crítica de sus escritos que los poetas o los «hombres de letras», o por qué la juventud, aquella «edad festiva» como la llamó, despierta tan fácilmente los afectos de las personas y llega a impulsar, incluso a los ancianos, hacia un «humor más jubiloso de lo común».↩︎

  4. Véase, por ejemplo, la no tan favorable recepción, por parte de David Hume, del estilo con que Adam Ferguson escribió su Ensayo sobre la Historia de la Sociedad Civil. «Confieso que este éxito ha sido inesperado para mí. Tuve la esperanza e incluso la creencia de que yo estaba en un error y por ese motivo he vuelto a leer varias veces algunos de sus capítulos, pero con gran pesar confieso que no puedo cambiar mis opiniones. Sólo el paso del tiempo podrá decirnos si yo estaba o no equivocado». Carta de David Hume a Hugh Blair en Hume, D. (1969). The Letters of David Hume. Vol. II. Citado en Ferguson, A. (2010). Ensayo sobre la Historia de la Sociedad Civil. Ediciones Akal.↩︎

  5. La «gran obra» que prontamente anunciaría Adam Smith sería nada menos que La Teoría de los Sentimientos Morales. Carta de Alexander Wedderburn remitida el 2 de julio de 1757 a Gilbert Elliot, parlamentario y presidente del Colegio de Abogados de Escocia, en Isabel Wences, (2009). Hombre y Sociedad en la Ilustración Escocesa. Distribuciones Fontamara. México.↩︎

  6. La interpretación tradicional sugiere que Smith vio en la provisión de la educación básica para quienes no podían costearla completamente por sí mismos una forma de temperar los efectos que la división del trabajo tiene sobre el ejercicio de la inteligencia. «Un hombre que dedica toda su vida a ejecutar unas pocas operaciones sencillas, cuyos efectos son quizás siempre o casi siempre los mismos, no tiene ocasión de ejercitar su inteligencia o movilizar su inventiva para descubrir formas de eludir dificultades que nunca enfrenta. Por ello pierde naturalmente el hábito de ejercitarlas, y en general se vuelve tan estúpido e ignorante como pueda volverse una criatura humana» (Smith, 2022 [1776], p. 717). También se ha sostenido que Smith considera la educación pública como un bien necesario para el ejercicio del juicio político (Frame y Schwarze, 2023). Sin embargo, cabe puntualizar que 1) Smith considera necesaria la provisión pública únicamente de las partes más fundamentales de la educación, esto es, leer, escribir y contar, y por medio del establecimiento de pequeñas escuelas en parroquias o distritos (Ibíd, p. 720); 2) el financiamiento que propone Smith considera el pago de una tasa, aunque muy moderada, por parte de quienes requieran la educación en cuestión (Ibíd); y 3) literatura reciente ha puesto en duda que en el pensamiento del ilustrado escocés exista un apoyo fuerte a la provisión pública de educación frente a la alternativa de provisión y financiamiento privado (Otteson, 2023).↩︎

  7. Tal y como comenta Lock (2007), el estilo literario de Smith se basa en el método de Aristóteles y Cicerón, que consiste en «enseñar moralidad a través de imágenes de modales tan agradables y vivos». Por ello, más que hacer referencia a actores específicos de su época, con nombre y apellido, es más probable que la crítica de Smith a los «hombres de sistema» apunte a un modo arquetípico de razonamiento frente a la complejidad del mundo. Pocas dudas caben que la creación de personajes arquetípicos fue parte de su método filosófico.↩︎

  8. Para una revisión del problema del conocimiento en la obra de Don Lavoie, ver: Lavoie, D. (2015) [1985]. Rivalry and central planning: The socialist calculation debate reconsidered. Arlington, Estados Unidos: Mercatus Center. También: Lavoie, D. (2016) [1985]. National economic planning: what is left? Arlington, Estados Unidos: Mercatus Center.↩︎

  9. Adam Smith, La Teoría de los Sentimientos Morales, p. 177. Quien recoge y desarrolla de igual forma este argumento es el pensador austriaco Friedrich von Hayek: «Si aceptamos que el principal problema económico de la sociedad es el de cómo adaptarse rápidamente a los cambios en determinadas circunstancias de espacio y tiempo, parecería lógico que las decisiones últimas recayesen en las personas familiarizadas con tales circunstancias, ya que son las que poseen un conocimiento directo de los cambios relevantes y de los recursos disponibles en ese momento para hacerles frente […] Necesitamos descentralización porque sólo así podemos asegurar una utilización precisa del conocimiento de las circunstancias particulares de tiempo y espacio». Véase: Hayek, F. A. (1997 [1945]). El uso del conocimiento en la sociedad. Reis, (80), 215-226.↩︎

  10. Un detallado análisis sobre Smith y la tradición escocesa como fuentes fundamentales de inspiración en la obra de Hayek se encuentra en Montes, 2011.↩︎

  11. Recogiendo la terminología de los griegos clásicos, Hayek se refiere a ambos tipos de órdenes como «cosmos» y «taxis». Por «cosmos», entiende el orden formado por evolución, mientras que por «taxis», los órdenes creados. Friedrich Hayek, Derecho, Legislación y Libertad.↩︎