DOI: 10.60728/219na775
Jorge Cordero Frigerio1
https://orcid.org/0009-0004-9251-6975
Alexander Nanjarí Santos2
https://orcid.org/0000-0003-1205-2118
Recepción: 30.10.2023
Aceptación: 25.03.2024
Resumen: En la actualidad no existe un consenso claro sobre el uso de una nomenclatura para referirse al tipo de conflicto con el pueblo mapuche en el sur de Chile. Los conceptos más utilizados son violencia rural y terrorismo. Se argumenta que el uso de estos conceptos ha generado una confusión hermenéutica. Esto ha llevado a pensar que el tema central del conflicto es la seguridad pública y no las demandas históricas del pueblo mapuche. Se propone que la categoría de Daniel Bar-Tal, Conflictos Intratables, puede ayudar a superar esta y a comprender de mejor manera el conflicto.
Palabras clave: conflicto indígena, terrorismo, violencia rural, Conflictos Intratables
Abstract: At present there is no clear consensus on the use of a nomenclature to refer to the type of conflict with the Mapuche people in southern Chile. The most commonly used concepts are rural violence and terrorism. It is argued that the use of these concepts has generated a hermeneutical confusion. This has led to an emphasis on thinking that the central issue of the conflict is public security and not the historical indigenous demands. It is proposed that the category of Intractable Conflicts can help overcome this confusion and provide a better understanding of the conflict.
Keywords: Indigenous conflict, terrorism, rural violence, Intractable Conflicts
La relación entre el Estado de Chile y el pueblo mapuche ha estado caracterizada históricamente por el conflicto, tensión que, de hecho, se mantuvo durante toda la guerra de Arauco (Chihuailaf, 2010): la ocupación y reducción de sus tierras como consecuencia de la expansión del Estado, la existencia de discursos antiindigenistas por parte de la sociedad chilena, compras fraudulentas de sus tierras y la realización de políticas para asimilar su cultura (Pinto, 2012, pp. 1-2). Estos elementos, como señala Pinto (2012), fueron acompañados por la proyección de una imagen negativa del mapuche, que comenzó a articularse desde el siglo XIX y que se podría dividir en dos relatos. El primero consistió en fomentar que el indígena era un “bárbaro incivilizado”. Esta idea fue promovida por los “positivistas” de la época, con el objetivo de disolver el mito patriótico del “guerrero araucano” –que durante los primeros años del país se entendía como razón de orgullo– (Chihuailaf, 2010). El segundo relato tuvo que ver con comprender al mapuche como un sujeto en transición hacia la civilización, detrás de cuya concepción se escondía una visión paternalista, al pensarlos como sujetos a quienes se debía salvar (por medio de la educación y la protección del Gobierno). Se compadecían de ellos, pero, a su vez, homologaban sus costumbres como sinónimo de pobreza y un resentimiento hacia el “winka”. Se creía que así el indígena terminaría asimilado con la sociedad chilena y lograría “civilizarse” (Pinto, 2012, p. 171). Esta imagen, que tanto indígenas como no indígenas se formaron entre sí, acompañada por la disposición del Estado en alterar su forma de vida –justificada en los dos relatos mencionados–, terminaron por condicionar al mapuche a una posición de pobreza y vulnerabilidad. Situación que se ha mantenido presente, incluso, en la actualidad. Esto explica, en parte, los procesos migratorios de los indígenas hacia los centros urbanos del país (Vial, 2010). No debe sorprender entonces, que, en el presente, la mayoría de los indígenas viva en Santiago.
Los sucesos que se describen de manera breve, son fundamentales para entender parte del conflicto actual con los indígenas en el sur de Chile, pues se han cultivado demandas históricas de reivindicación por consecuencia de los problemas mencionados. Salas (2022) sintetiza tres reclamaciones como las predominantes: (I) la autonomía jurisdiccional de los pueblos indígenas, (II) la restitución de sus tierras y (III) el reconocimiento de su cultura.
Desde los años noventa, el tratamiento del Estado para abordar la temática indígena se ha concentrado, principalmente, a través de comisiones presidenciales. Aunque en algunas materias se generaron avances sustantivos –Ley Indígena 19.253, el decreto 66, convenio OIT, entre otros–, estas comisiones adolecieron de la capacidad para abordar el problema como una política de Estado. En otras palabras, no fueron capaces de trascender a los gobiernos que las impulsaron –quizás con la excepción de Patricio Aylwin– (Jouannet, 2021, pp. 133-134). Esta incapacidad se tradujo en la ausencia de políticas públicas con miradas de largo plazo para el pueblo mapuche (Balbontín, 2020, pp. 1-2), o bien, que las políticas implementadas se superpusieran entre sí, lo que terminó por reducir su eficacia (Jouannet, 2021, p. 125). Falencias que, con el tiempo, decantaron en la aparición de organizaciones radicales cada vez más violentas para exigir demandas de reivindicación.
Aunque en la actualidad se puede encontrar abundante literatura para explicar el origen y causas de las demandas indígenas, particularmente desde la historiografía mapuche y no mapuche (Caniuqueo, Marimán, Pairicán, Pinto, entre muchos otros). Todavía no existe consenso sobre el uso de una nomenclatura que refiera al tipo de conflicto que se vive en el país. Y sin una categoría para referirse a este fenómeno, es difícil poder orientar el enfoque con que el Estado debiese aproximarse al problema.
Uno de los conceptos más utilizados es el de conflicto mapuche. Se puede ver empleado en la prensa, por diferentes artículos académicos, libros, etcétera., pero es solo una idea de carácter descriptiva, no una categoría intelectual que sea explicativa en la sociología o la ciencia política. Incluso, supone estigmatizar al mapuche y desentender al no mapuche de su responsabilidad (Caniuqueo, 2006, p.130). Lo mismo sucede con categorías como conflicto en la macrozona sur o conflicto en la Araucanía. Otra idea que puede verse con frecuencia corresponde a la de violencia rural, que se usa con fines jurídicos para referirse a algunos actos de reivindicación en zonas rurales (particularmente por parte de instituciones provenientes del Ministerio de Interior). En este caso, la categoría es útil como concepto sociojurídico, a modo de sostener condenas por ciertos actos de violencia. Pero emplearla con otro sentido por fuera del derecho parece confundir más que ayudar, pues la idea de violencia rural adquiere múltiples formas por fuera de las reclamaciones indígenas. No obstante, como se mostrará en páginas posteriores, sí hay algunos elementos, especialmente en su uso desde la sociología que pueden ser explicativos del conflicto, por lo que puede considerarse como un concepto necesario, más no suficiente para abordar el problema entre el Estado y el pueblo mapuche.
Otra categoría que suele ser empleada, y cada vez con mayor regularidad, es la de terrorismo. Repetido por varias autoridades del Estado, que presionan para aplicar penas por ley antiterrorista a organizaciones que ejercen violencia en el sur del país. Su uso también se emplea con intencionalidad, con el objetivo de reducir el conflicto solo en razón de la violencia. Además, se puede ver usado por las víctimas de la violencia y organizaciones gremiales en la macrozona sur (Jouannet, 2021, p. 153). Este concepto es útil para explicar ciertas formas de organización que se han manifestado en la cuestión mapuche, principalmente por parte de las organizaciones radicales: Coordinadora Arauco Malleco, Weichan Auca Mapu, entre otras. De hecho, Chile se encuentra en el puesto 17 según el Global Terrorism Index debido a los actos de violencia en el sur (Global Terrorism Index, 2023). No obstante, este concepto ignora a la gran mayoría de indígenas que no adhiere a los mecanismos de violencia (Jouannet, 2021, pp. 153-154), por lo que su alcance explicativo también es limitado para una mejor conceptualización del conflicto indígena.
Esta falta de consenso o confusión hermenéutica para referirse a la cuestión mapuche no es trivial, pues dificulta la posibilidad de comprender el conflicto. Se comienza a asociar como un problema exclusivo de seguridad pública y con ello se ignoran las reclamaciones indígenas. A tal punto, incluso, de negar que existe un conflicto. En última instancia, esta confusión hermenéutica es acompañada por una lingüística intencional; es decir, la construcción de un discurso (Segovia; Osorio, Aillon y Basualto, 2019, pp. 327-229) que moldea las formas en que se concibe el conflicto, según el grupo político o social al que se pertenece. Esto delimita el cómo se entiende, tanto respecto de sus causas como de las posibles maneras de pensar su solución. Por ejemplificar, quien tienda a usar el concepto de terrorismo como la única forma de aproximarse al conflicto mapuche, difícilmente aceptará que existen demandas legítimas desde las comunidades indígenas, por fuera de los episodios de violencia que se viven en las regiones del sur.
En este sentido, tanto la categoría de violencia rural como la de terrorismo, ambas predominantes en su uso para el caso chileno, si bien disponen de la capacidad para explicar ciertas aristas del conflicto indígena, por sí solas son insuficientes para abordar en su totalidad la cuestión mapuche. Dado que, por una parte, ignoran los antecedentes y motivaciones de los grupos que integran las organizaciones radicales y, por la otra, a aquellos indígenas que, sin legitimar ni utilizar mecanismos de violencia, adhieren a reclamaciones históricas. Por otra parte, también se desconoce a otros actores involucrados que agravan el conflicto (ladrones de madera, narcotráfico, corrupción policial, tensiones con la empresa forestal, entre muchos otros). Esta confusión hermenéutica y posterior construcción discursiva que acompaña a las dos categorías utilizadas, nos conduce a la pregunta central de esta investigación: ¿qué nomenclatura puede ser más explicativa de todos los elementos que componen al conflicto indígena que se vive en el sur de Chile?
Frente a la ausencia de una categoría adecuada que permita incorporar todos los elementos del conflicto mapuche y en miras de generar una nueva construcción lingüística que reconozca esta amplitud, en el presente artículo se propone utilizar la categoría de Bar-Tal (2013) llamada: conflictos intratables: aquellos que no tienen la posibilidad de resolverse dada las tensiones existenciales en juego, por lo que solo queda buscar la transformación hacia vías más pacíficas en que las partes involucradas puedan relacionarse de mejor manera entre sí. Utilizar esta nomenclatura para situar al conflicto mapuche, puede permitir una comprensión más amplia de este y de todas las partes involucradas, generar un marco analítico que incluya las diferentes dimensiones del conflicto y enfatizar en las motivaciones sociosicológicas de los grupos radicales involucrados. De esta manera, ayudar a entender que tipo de condiciones agudizan el enfrentamiento entre ellos. También sirve para situar las diferentes demandas indígenas y esbozar un camino para su resolución (Bar-Tal, 2013).
En la primera parte del artículo, se desarrolla una aproximación a los antecedentes históricos y contemporáneos de la cuestión mapuche, con el objetivo de orientar al lector sobre algunas de las principales causas que han motivado la violencia en el sur de Chile. Se busca demostrar que hay consistencia a lo largo de la historia respecto de las demandas esgrimidas por el pueblo mapuche, lo que permite afirmar que las reclamaciones indígenas no son exclusivas de las organizaciones radicales que operan en la actualidad. De hecho, estas últimas solo forman parte de la historia reciente entre la relación del mapuche y el Estado chileno. En la segunda sección se realiza una aproximación teórica sobre la categoría “violencia rural”, cuáles son sus limitaciones y en qué sentido puede ser de ayuda para explicar algunas aristas del conflicto. En la tercera parte se exponen algunas consideraciones del concepto de terrorismo y cuáles son sus principales características. Se sostiene que para el caso chileno sería una categoría más bien limitada y que su uso debe emplearse con cuidado para los casos que corresponda pues, de no hacerse, sus consecuencias terminan por dirigir la atención del conflicto exclusivamente en los grupos que ejercen la violencia (Jouannet, 2021, pp. 152-153). Esto se traduce en que las reclamaciones históricas quedan relegadas. En la cuarta sección se señala que, aunque estas dos categorías son útiles para entregar una aproximación a ciertas aristas del conflicto mapuche, la falta de una nomenclatura consensuada ha derivado en lo que llamamos “una falacia hermenéutica” y, en último término, en la construcción de un discurso que repercute en sesgar el conflicto solo como un problema de seguridad pública. Frente a lo mencionado, se propone situar al conflicto mapuche en una nomenclatura más amplia que las utilizadas, la de conflictos intratables (Bar-Tal, 2013). De esta manera se busca resolver el problema hermenéutico y plantear la construcción de un lenguaje que considere una perspectiva de transformación de conflictos. Esto podría ayudar a una mejor comprensión de la cuestión mapuche y de todos los grupos que forman parte del conflicto. En la última sección se plantea una conclusión con algunas aproximaciones generales del artículo y la importancia de pensar en un proceso de paz como alternativa a los conflictos intratables.
La cuestión indígena y propiamente con el pueblo mapuche es de larga data. Chihuailaf (2010) sostiene que la Guerra de Arauco se extiende desde 1589 hasta 1883, cuando se terminan de zanjar los conflictos fronterizos con los indígenas. Este periodo estuvo marcado por una tensa relación, que incluyó conflictos, parlamentos y contextos de paz, primero con la Corona española y después con el Estado chileno. No obstante, y en consideración de esta compleja relación histórica, el momento cúlmine se encuentra en la segunda mitad del siglo XIX, tras la ocupación del territorio mapuche por parte del Estado chileno.
El siglo XIX, como señala Marimán (2006), corresponde a las últimas décadas de independencia territorial por parte de la sociedad mapuche. Esta autonomía, que seguía vigente tras la Independencia, se explica por varias razones, además del hecho de que los límites fronterizos seguían trazados. Los gobiernos que asumieron, se enfocaron, primeramente, en apaciguar los focos de resistencia al proceso independentista, pero los indígenas en ese momento no representaban un riesgo para ellos. Y frente a esa realidad, las autoridades decidieron mantener los mecanismos de relación heredados durante la Colonia: parlamentar y promover la evangelización (Boccara y Seguel Boccara, 2005). Además, tampoco le era rentable al Estado iniciar más conflictos, y menos con quienes, en principio, se les asociaba con el orgullo patrio: los “victoriosos guerreros araucanos” (Chihuailaf, 2010). Más aún si se considera que la prioridad del Estado no estaba en el sur, sino que, en crecer hacia el valle central y el norte, dado que buscaban potenciar la agricultura y la minería (Boccara y Seguel Boccara, 2005).
No obstante, a esta relación aparentemente apacible, el Estado comenzó a realizar campañas fronterizas en territorio indígena que fueron aumentando progresivamente la tensión con los mapuche, y aunque se veían, en principio, moderadas por el proindigenismo de los primeros tiempos, sería rápidamente desplazado por un discurso antiindigenista y evolucionista –a estas ideas Pinto las denomina como positivistas–. Se trataba de “indios malos en tierras buenas”, que estorbaban el camino de Chile hacia el progreso. Esta creencia, como dice Pinto (2012), era propia del ideal positivista que comenzaba a impregnar a gran parte de la intelectualidad chilena de la época, y que serviría como justificación para el desplazamiento de los indígenas y la ocupación de sus tierras.
Esto nos lleva a la Ocupación de la Araucanía (1863-1883), que se genera por la expansión fronteriza del Estado chileno y que derivó en la resistencia de los líderes mapuche, quienes buscaron por la vía armada, resistirse al avance del ejército. Marimán (2006) sostiene que en el Gobierno de Manuel Montt (1851-1861), el Estado impulsó un contexto jurídico administrativo para promover la ocupación de las tierras, al crear la provincia de Arauko, que incluía territorios mapuche desde el Bío Bío hasta Valdivia, después con el refuerzo militar en las costas del sur para encerrar, cada vez más, a los indígenas, y finalmente con el desarrollo de un plan militar que sería encabezado por Cornelio Saavedra para desplazar a los indígenas de la región. El mismo Saavedra señala:
[…] El Estado puede entrar a enajenar ventajosamente las grandes extensiones de terrenos baldíos que existen entre dicho río [el Malleco] y el Bío-Bío. Se puede estimar en no menos de 500 mil hectáreas los terrenos comprendidos entre los ríos mencionados, el Vergara y la montaña que está al pie de la cordillera de los Andes. De esta porción permanecerán 200 mil hectáreas a propietarios civilizados, 50 mil a los habitantes indígenas y el resto debe considerarse baldío y por consiguiente de propiedad del Estado (Boccara & Seguel Boccara, 2005).
El resultado de la ocupación, que se explica de manera simplificada, dio paso a dos de los componentes históricos más importantes en la configuración del actual conflicto y que se entrelazan entre sí: por una parte, el problema derivado de la posesión de tierras entregadas por el Estado a indígenas y particularmente colonos (Bengoa, 1999); y, por la otra, como dice Marimán (2006), a la desarticulación de las estructuras de gobernabilidad mapuche que les permitían tener un control efectivo sobre sus extensos territorios y disponer de una economía de abundancia. Esto último derivó en un empobrecimiento generalizado para los mapuche.
Posterior al desplazamiento territorial de los indígenas, el Estado finalmente les devolvió tan solo el 4% del total de sus tierras, y de ese 4%, casi un tercio terminó usurpado por particulares (Salas, 2022, p. 121). De hecho, gran parte de las reclamaciones territoriales y actos de violencia en la actualidad se concentran en estos últimos territorios (Salas, 2022, p. 121). Aquí es cuando se empieza a usar el concepto de “reducción indígena” como consecuencia de la usurpación de sus tierras y desarticulación de la frontera (Canales, 2022, pp. 240-241).
El periodo que Caniuqueo (2006) llama de posguerra, particularmente entre 1880 y 1890, justo posocupación, consistió en forzar al indígena a una dominación total. Se intervino en la política y economía del mundo indígena. Se redujo totalmente a la resistencia mapuche que quedaba en 1881 –en gran medida por que los indígenas no quisieron innovar en una carrera armamentística, pese a que tenían la posibilidad a través de corsarios en la frontera (Caniuqueo, 2006, p. 153)–, y en paralelo, el Estado intentó levantar conversaciones con gobernantes mapuches locales para dar la señal de que se querían cultivar las buenas relaciones. También se comenzó a avanzar en los proyectos colonos en las tierras indígenas que les fueron entregadas. Pero esta relación, entre colonos e indígenas, nunca fue homogénea; es decir, no se basó únicamente en el conflicto. En principio con los suizos el mapuche cultivó una relación bastante amena. Levantaron mercados internos para comercializar y sembraron buenas relaciones, que llevaron a colonos suizos a participar en ceremonias religiosas indígenas. Pero esta relación se vio afectada por acuerdos y prestamos de mala fe que se hicieron en contra de los indígenas, lo que terminó, en muchos casos, por hipotecar sus tierras a terceros –se siguieron perdiendo tierras después de la ocupación–. Este periodo de posguerra derivó en un escenario carente de paz social para los indígenas, que involucró incluso a autoridades del Estado y del Poder Judicial.
Esta realidad en la que se encontraba el indígena quedó plasmada, tal como dice Pinto (2012), en el Parlamento de Coz-Coz. Este parlamento constituye un hecho interesante para evidenciar la realidad del mapuche en el debate nacional de la época. Convocado en 1907 en la comuna de Panguipulli, por el entonces cacique Manuel Curipangui Treulen, se conformó por indígenas y capuchinos, y tenía por fin, en primer lugar, mostrar que el mapuche no había desaparecido tras la ocupación. En otras palabras, se buscaba presentar que no había una total asimilación por parte del Estado, pese a la reducción y a la condición en la que los dejaron en el periodo de posguerra. Para las iglesias de la época esto era importante, ya que, si no existía el indígena como tal ¿qué sentido tenía la evangelización? El sacerdote Sigfredo de Frauenhäusl –uno de sus principales impulsores– lo tenía bastante claro y, en gran parte, fue uno de los incentivos para que los capuchinos promoviesen la realización del parlamento.
En segundo lugar, se quería mostrar que se había generado una problemática indígena en Chile y que debía resolverse como un asunto de importancia nacional. De hecho, al día siguiente del parlamento, Aurelio Díaz Meza, periodista encargado de difundir Coz-Coz a la prensa, dio cuenta de este problema al escuchar un sinfín de relatos por parte de los mapuche. Lo llamó “la audiencia de los horrores”: asesinatos, desplazamientos, engaños y robos; estos conformaban la mayoría de las declaraciones que seguían sucediendo en la región una vez terminada la ocupación. De hecho, estos relatos marcaron un precedente para la futura comisión investigadora que enviaría el Congreso a la Araucanía en 1911. El resultado de la investigación confirmó todos los horrores relatados por los indígenas.
En tercer lugar, Coz-Coz buscó combatir la imagen del indígena carente de virtudes; es decir, enfrentarse con el discurso positivista que había servido para impulsar la ocupación. Todavía se intentaba asociar al indígena con el alcohol y la vida incivilizada, como si fuesen actores poco productivos. El relato que acompañó a Coz-Coz buscó fomentar una visión diferente del mapuche, con tierras que, aunque disminuidas por la situación en la que se encontraban –y desplazados a zonas menos productivas–, todavía mostraba abundante siembra y trabajo.
La importancia de este parlamento radica en que gran parte de los temas allí planteados constituyen temáticas abiertas, que nunca fueron resueltas por el Estado chileno. En esta misma línea, en el siglo XX surgieron diversas vías, al igual que Coz-Coz, para expresar la latencia de la cuestión mapuche y lo mismo para presentar soluciones con la intención de resolver estas reclamaciones. Se pasó de una etapa de denuncia a la de promover iniciativas dentro del Estado (Caniuqueo, 2006, p. 171). Entre las principales, se encuentra la concreción de organizaciones políticas indígenas, como la Federación Araucana, la Sociedad Caupolicán y después la llamada Corporación Araucana.
Estas organizaciones fueron acompañadas por diferentes líderes indígenas que obtuvieron escaños en el Congreso Nacional, apoyados por diferentes partidos. Una de las visiones más destacadas, por ejemplo, en torno a los problemas de la tierra, fue la del diputado Manuel Manquilef, quien promovió la subdivisión de la propiedad indígena como una solución a los problemas del mapuche. Según Pinto (2012), esta idea fue justificada en su inspiración liberal y, a juicio del historiador, decantó en dos situaciones complicadas: (I) la resistencia de la mayoría de las organizaciones mapuche de la época (incluso de la que Manquilef había sido fundador) y (II) una aceleración aún más abrupta de la pérdida de sus tierras. Vale decir que esta ley se derogó 3 años después de ser promulgada.
La Corporación Araucana, por su parte, fue otra organización importante a mediados del siglo XX, heredera de la Sociedad Caupolicán y la Federación Araucana. Liderada por quien fue el primer ministro indígena de la historia de Chile, Venancio Coñuepan Huenchual –ministro de Tierras y Colonización en el Gobierno de Carlos Ibáñez del Campo–. Además de plantear las demandas indígenas en relación con la restitución de tierras, la Corporación se preocupó por incrementar la representación política de los mapuche, para fomentar la consolidación de un movimiento político autónomo que tuviese capacidad de impulsar medidas concretas para solucionar sus problemas.
La segunda mitad del siglo XX trajo cambios significativos en la posesión de la tierra, los derechos y la visión del mapuche en la sociedad chilena, con tres hechos trascendentales que ayudan a entender la actual violencia en la zona sur del país. Primero, la Reforma Agraria de la Unidad Popular (1970-1973) que transformó la estructura del latifundio chileno con una política de asentamientos colectivos (Avendaño, 2017), combinando agrarismo e indigenismo (Pinto, 2012). Segundo, la contrarreforma agraria durante la dictadura militar que parceló individualmente las tierras y diversificó las actividades productivas, dando lugar a nuevos empresarios agrícolas y al auge de la industria forestal (Kay, 2001). Tercero, la transición democrática que trajo un nuevo paradigma de resolución a las reclamaciones mapuche, materializado en la Ley 19.253 de 1993, que incluyó el controversial mecanismo de compra y restitución de tierras en disputa (Pinto, 2012).
Aquí se encuentra uno de los mecanismos de resolución más controversiales: la compra y restitución de tierras en disputa a familias mapuches que reclaman tener un justo título, basado en los títulos de merced entregados por el Estado, sustentado en el artículo 20 b de dicha ley. Desde 1994, este proceso acrecentó progresivamente la conflictividad sobre la tierra en la macrozona sur, especialmente en propiedades de agricultores, industrias forestales y proyectos hidroeléctricos. Finalmente, desde el primer episodio de violencia hasta la fecha, la coyuntura política, económica y social ha degenerado en expresiones variadas de violencia, producidas por grupos organizados que a pesar de las diferentes motivaciones y/o demandas en las cuales sustentan su accionar, tienen su origen común en la falta de resolución de la cuestión mapuche dentro del debate nacional.
El Estado por su parte, además de implementar la ley indígena que ha derivado en todos los problemas descritos, el resto de su política indígena lo ha canalizado principalmente a través de comisiones presidenciales. Aylwin y la Comisión Especial de Asuntos Indígenas (CEPI); Eduardo Frei Ruiz-Tagle y la Comisión Asesora Presidencial sobre Pueblos Indígenas (CAPI); Ricardo Lagos y la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato; Michelle Bachelet y su comisión Re-conocer: Pacto por la Multiculturalidad; Gabriel Boric y su Comisión por la Paz y Entendimiento. Según Jouannet (2021), exceptuando la última comisión presidencial, de la cuál todavía no se sabe su resultado, uno de los grandes problemas al que se vieron enfrentadas, fue que adolecieron de la capacidad para dialogar entre sí. Es decir, no pudieron trascender a sus propias gestiones presidenciales ni consolidarse como políticas de Estado.
Paralelamente a los hechos mencionados, en 1998 se fundó la Coordinadora Arauco Malleco, lo que marcó un antes y un después para las relaciones entre el Estado y el pueblo mapuche. Esta organización nació de la separación de la antigua organización Coordinadora Territorial Lafkenche (Salas, 2022, pp. 122-124). La violencia en la zona, desde esa fecha, se ha visto en un constante aumento y la existencia de grupos radicalizados también ha ido al alza: si en 1998 solo se encontraba la Coordinadora Arauco Malleco como la principal organización que se adjudicaba los atentados de reivindicación, en la actualidad, señala Urquízar (2023), se identifican al menos 5 organizaciones más: WAM, RMM (Resistencia Mapuche Malleco), RML (Resistencia Mapuche Lafkenche), LNM (Liberación Nacional Mapuche) y WTM (Wiñotauiñ Taiñ Malon).
Desde la aparición de la CAM, la discusión pública se ha concentrado, cada vez más, en abordar este problema como una cuestión de seguridad pública debido a los constantes episodios de violencia en el sur, lo que ha derivado en que se ignore gran parte de los elementos mencionados en esta sección. Tal ha sido el efecto de este fenómeno, que los principales conceptos para aproximarse al conflicto en nuestra actualidad son el de violencia rural, que es utilizado por las instituciones públicas para aproximarse a los hechos de violencia a modo de buscar penas (Ministerio Público, Gendarmerías y Policías), y por otra parte el de terrorismo, dado el incremento en el número de organizaciones, la magnitud de los atentados y el efecto de terror que ha generado en la población.
Además de lo señalado, existen otros fenómenos actuales que constituyen parte de este conflicto. Se mencionó a la Empresa Forestal. Actualmente, estas empresas mantienen amplia propiedad sobre la tierra (alrededor del 70% de las áreas de plantación en el centro-sur de Chile) y han logrado controlar la gran mayoría de la cadena productiva en la zona, incluso llegando a remplazar acciones del Estado, como en materia de seguridad (Salas, 2016). Otro fenómeno que interactúa de manera directa con el conflicto son las mafias de la madera. Rodríguez (2024) señala que existen dos dimensiones en las cuales se expresa este problema. La primera dimensión refiere a organizaciones criminales que han establecido estrategias de blanqueamiento en diferentes niveles. Estos grupos incluso buscan colaborar con las instituciones para camuflar sus actividades ilegales. Operan a través de grupos que asaltan camiones por la fuerza en la macrozona sur y, después, hacen pasar la madera como si fuese legal. Rodríguez (2024) los denomina “piratas”. Pero además de quienes ejercen esta violencia de manera directa, hay otros grupos que operan de manera más sofisticada, con sobornos a diferentes actores dentro del Estado. Se ha sorprendido, por ejemplo, a funcionarios policiales en bandas de este tipo y también a agricultores de la zona. La segunda dimensión en la que se expresa el robo de madera, refiere al cruce con organizaciones radicales indígenas. Es una medida que actúa como un mecanismo de financiación para permitirles seguir operando en la región. Además, en esta misma intención por querer conseguir fuentes de ingreso, ha llevado a estas organizaciones a establecer diferentes prácticas ilegales, tales como: la extorsión, el narcotráfico, robo de vehículos, entre otros (Rodríguez, 2024, pp. 23-24).
La policía, por su parte, también ha tenido un lugar central en el clima de violencia actual, a través de montajes y situaciones en contra de las comunidades indígenas. Tal es el caso de la Operación Huracán, que derivó en la muerte de Camilo Catrillanca y la afectación hacia un grupo de comuneros mapuche. Esta operación se intentó justificar con la inclusión de testigos falsos y caló directamente en la prensa nacional y en la legitimidad del Gobierno de turno.
Esta breve explicación de algunos antecedentes, tanto históricos como contemporáneos, de la relación entre el Estado y el pueblo mapuche, da cuenta, primero, de que existe una consistencia en las demandas de los pueblos indígenas a lo largo de la historia, que se puede observar al menos desde el parlamento de Coz-Coz (1907). Esto permite señalar que la adhesión a estas reclamaciones no es materia exclusiva de las organizaciones radicales y que, de hecho, estas solo constituyen la historia reciente entre la relación del Estado, las regiones del sur y el pueblo mapuche (a partir de 1998). Lo segundo que se puede observar de esta sección, es que la situación actual del conflicto posee una diversidad de actores por fuera de las organizaciones radicales que colaboran con el clima actual: ladrones de madera, empresas forestales, problemas con la policía, entre otros.
La sección pasada entregó una aproximación a los antecedentes históricos y contemporáneos de la cuestión mapuche, para orientar al lector sobre algunas de las principales causas que han motivado la violencia en el sur de Chile. Se demostró que hay consistencia a lo largo de la historia respecto de las demandas esgrimidas por el pueblo mapuche, lo que permite afirmar que las reclamaciones indígenas no son exclusivas de las organizaciones radicales que operan en la actualidad. Esto supone un emplazamiento para la nomenclatura que debeutilizarse para referirnos a un conflicto de tal complejidad.
Existen distintas formas para referirse a este conflicto y una de las más usadas corresponde al de conflicto mapuche. Pero que no significa nada, más que en reconocer el hecho de que hay un conflicto que involucra, valga la redundancia, al mapuche. Esta aproximación es descriptiva e incluso supone un sesgo al condicionar la semántica solo con el indígena, como si fuesen los únicos responsables. Como dice Caniuqueo (2006), el winka constantemente ignora su responsabilidad. Otros conceptos que adolecen del mismo mal son: conflicto en la Araucanía y conflicto en la macrozona sur. Esto no es trivial, dado que pueden conllevar a una comprensión superficial del problema y de todos los actores que lo conforman, lo que en último término dificulta su resolución. También podemos encontrar dos categorías más que se pueden ver empleadas para referirse a la cuestión mapuche y que delimitan la forma en que se concibe en nuestros tiempos. En esta sección nos abocaremos al primer concepto, el de violencia rural.
Lo primero es definir el concepto de violencia, lo que presenta dificultades, ya que es un comportamiento complejo que puede tener diferentes interpretaciones, según el contexto social, histórico y científico desde el que se estudie. Esto aplica especialmente al conflicto mapuche, donde las manifestaciones de violencia se enmarcan en un conflicto amplio que involucra, como ya se ha señalado, a múltiples actores. Por eso, es necesario analizar detalladamente los conceptos de violencia, incluyendo la violencia colectiva, propia del conflicto, y después el concepto de violencia rural –que ha sido utilizada para explicar el conflicto indígena (Jouannet, 2021, p. 153)–. Examinar estas definiciones y tipos de violencia es crucial para comprender mejor las características de la violencia en el contexto del conflicto mapuche.
Como señalan Bayard; Cazanove y Dorn (2013), la violencia es un concepto polisémico y ambiguo, difícil de definir de manera unívoca. Esto refuerza, por ejemplo, la importancia de analizar críticamente cómo se utiliza este término en los discursos respecto del conflicto mapuche. Además, como plantea Galtung (1990), la violencia puede manifestarse de forma directa (física o verbal), estructural (desigualdad, exclusión) y cultural (legitimación simbólica de otras formas de violencia). Esta perspectiva permite un análisis más completo de las múltiples dimensiones en las que puede darse la violencia en el conflicto mapuche, más allá de los actos visibles ejercidos por parte de grupos radicales.
Dadas las diversas definiciones de violencia, que pueden moldearse dependiendo del conflicto, la World Health Organization solicitó a diferentes académicos preparar una definición con pretensiones de universalidad. En este planteamiento se define la violencia como "el uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho, o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones" (Krug; Dahlberg, Mercy, Zwi y Lozano, 2003).
Sin embargo, en el contexto del conflicto donde se utiliza la violencia rural, la violencia colectiva adquiere una especial relevancia, ya que refiere a la que es practicada por grupos u organizaciones colectivas. El sociólogo Delaney se refiere a ella como:
[…] una forma violenta de comportamiento colectivo en la que participan un gran número de personas que responden a un estímulo común. La violencia colectiva puede ubicarse en un continuo, con un extremo que involucra el comportamiento espontáneo de personas que reaccionan a situaciones que perciben como inciertas, amenazantes o extremadamente atractivas. Los disturbios y las peleas de pandillas juveniles al azar, son ejemplos de violencia colectiva espontánea. En el otro extremo están las formas organizadas de violencia colectiva. Estos incluyen golpes de Estado, rebeliones, revoluciones, terrorismo y guerra (Delaney, 2014).
Por tanto, la violencia manifestada en conflictos donde hay violencia rural hace alusión a un fenómeno de violencia colectiva. Sin embargo, esta puede tener características diferentes a los ejemplos mencionados por Delaney. En este sentido, la violencia rural se presenta como un tópico por desarrollar, que muestra diferentes concepciones motivadas por la ubicación geográfica, el contexto cultural, histórico, social y económico del territorio donde se manifiestan. Esto configura una realidad compleja que "demanda ser mirada y analizada a partir de paradigmas que ayuden a entender la manera en cómo se construye esa complejidad: estructuras-agentes-dinámicas-interrelaciones. En esa complejidad se inserta la violencia rural, que, según su contexto, presenta su propia composición” (Robles; Villagra, Zavala y Febres, 2019). Robles et al. (2019) afirman que la violencia rural no solo cambia según sus causas, actores, expresiones y efectos, sino también en cuanto al marco institucional y cultural en donde se da. Esto supone que una conceptualización de violencia rural en un contexto territorial nacional específico, no necesariamente puede aplicarse de la misma forma a otro, pues cada realidad tiene sus propias complejidades sociales que hacen variar su conceptualización.
No obstante, el estudio y análisis de la violencia rural reviste una importancia fundamental para el contexto latinoamericano. Kay (2001) se refiere a ella indicando que "factores como el régimen político, las relaciones de mercado, los cambios tecnológicos, el tipo de cultivo (por ejemplo, la coca) y las acciones del Estado tienen una influencia significativa en el tipo de conflictos y violencia en el campo". Por lo tanto, la violencia rural es una manifestación de multicausalidad en el contexto latinoamericano, lo que nos lleva a aproximarnos al caso chileno, donde se palpa y observa la violencia en las zonas rurales.
Para comprender la complejidad de la violencia rural en la macrozona sur, es pertinente considerar el caso colombiano como punto de comparación. Según Booth (1960), durante el periodo entre 1948 y 1963, la Colombia rural se vio inmersa en un conflicto político tan intenso que ha sido denominado como La Violencia. Este conflicto se caracterizó por una amplia gama de actividades violentas, incluyendo guerra de guerrillas, asesinatos, extorsión, tortura y masacres. Llevando a afirmar que pocos países en América Latina, e incluso en el mundo, habían experimentado una violencia tan intensa como la vivida en Colombia en la mitad del siglo XX.
La violencia rural colombiana se encuentra estrechamente vinculada con su problema con la tenencia de la tierra, tal como señalan Gaviria et al. (2018). La confrontación entre liberales y conservadores fue un factor determinante en los asesinatos y desplazamientos, pero también sirvió para despojar a los campesinos de sus tierras, exacerbando así la desigualdad en la distribución de la tierra. Además, el desplazamiento de la población rural fue una de las facetas de la violencia rural colombiana que, junto con los cambios en las estructuras económicas a finales del siglo XX, contribuyó a agravar la crisis existente. El surgimiento de nuevas dinámicas sociales, políticas y de orden público en los años ochenta, como el auge del narcotráfico y el crecimiento de los frentes de las FARC, también tuvo un impacto significativo en la economía rural y en la intensificación del conflicto. De hecho, estas manifestaciones de violencia rural persisten todavía como una realidad inconclusa.
En cualquier análisis sobre violencia rural, es crucial prestar atención a los agentes e interrelaciones presentes en el contexto específico. En tales entornos, es común encontrar "el accionar de grupos delictivos, la existencia de conflictos religiosos y políticos, diferendos por la propiedad y el uso de la tierra y otros recursos naturales, así como controversias por la apropiación de recursos públicos" (Robles et al., 2019). Por lo tanto, cada realidad nacional o local puede exhibir manifestaciones de violencia rural con características distintas en comparación con otros casos. Por ejemplo, con el robo de madera en la macrozona sur de Chile.
En el caso chileno, el término "violencia rural" se ha utilizado principalmente para referirse a las manifestaciones delictuales de un conflicto mayor en la macrozona sur, donde organizaciones étnicas como los Órganos de Resistencia Territorial (ORT) practican la violencia con fines políticos en el sur, llevando a cabo acciones de sabotaje contra empresas o agroindustrias (Abujatum, 2019, p. 32).
Las instituciones públicas nacionales, como la Subsecretaría del Interior y Carabineros de Chile, utilizan el concepto de "violencia rural" para agrupar delitos comunes que ocurren en la macrozona sur (Biobío, La Araucanía, Los Ríos y Los Lagos) y que están vinculados conl conflicto mapuche, caracterizados por la intencionalidad reivindicativa de derechos territoriales y la afectación al orden público y la seguridad interior. Por su parte, el Ministerio Público señala que el concepto de "violencia rural" se utiliza exclusivamente para fines de persecución penal –entendible–, refiriéndose a delitos relacionados con la reclamación de derechos territoriales al margen de la legislación nacional, que pueden afectar la propiedad, la vida e integridad física de las personas en las regiones mencionadas.
Estas definiciones institucionales limitan el conflicto rural en Chile a casos geográficamente circunscritos a la macrozona sur y al conflicto mapuche, obviando su real magnitud y otras manifestaciones de violencia rural en diferentes contextos del país. Si bien el uso del concepto por parte de las instituciones chilenas se restringe a fines jurídico-penales, desde una perspectiva sociológica más amplia, este concepto, como se ha señalado, puede ser útil para analizar ciertas dinámicas del conflicto: particularmente el robo de madera y la pobreza rural que acarrean las comunidades indígenas. No obstante, es crucial considerar las limitaciones de esta conceptualización, en cuanto existen otras dinámicas y actores involucrados para el conflicto indígena-chileno.
Por último, es importante retomar la idea de Bayard; Cazanove y Dorn (2013) sobre la violencia como un concepto eminentemente discursivo, que dice tanto sobre los hechos en sí como sobre la mirada del observador que los califica como violentos. Esto refuerza la necesidad de examinar críticamente las categorías utilizadas para referirse al conflicto mapuche, reconociendo que los distintos sentidos del término "violencia" son movilizados estratégicamente por los actores involucrados para legitimar o deslegitimar ciertas acciones y reclamos. Un análisis integral del conflicto requiere considerar estas dimensiones discursivas y simbólicas de la violencia, junto con sus manifestaciones materiales y estructurales. Esto nos conduce a la siguiente sección, que refleja este problema en relación con el concepto de terrorismo.
El terrorismo como elemento de importancia presenta complicaciones, dado que es un fenómeno complejo que implica la manifestación de violencia y puede ser susceptible de múltiples calificaciones. Las causas de este problema se encuentran en diversos factores, como señala Schmid (2004):
[…] porque el terrorismo es un concepto político y jurídico controvertido, las ciencias sociales y las nociones populares sobre ellas a menudo divergen; porque la cuestión de la definición está vinculada con la (des)legitimación y criminalización; porque hay muchos tipos de terrorismo, con diferentes formas y manifestaciones; porque el término ha sufrido cambios de significado en más de 200 años de su existencia (Schmid, p. 197).
Estas razones contribuyen a la dificultad de definir y abordar el terrorismo de manera unívoca, lo que a su vez complica su análisis y comprensión en el contexto de conflictos específicos.
En la literatura se pueden encontrar diversos intentos para definir el fenómeno del terrorismo. Al respecto, Jenkins (1998) ha manifestado que el terrorismo es "el uso calculado de la violencia para crear un clima general de miedo en una población y así lograr un objetivo político particular" (p. 2). De la misma forma, organismos internacionales han establecido definiciones sobre este concepto. Por ejemplo, las Naciones Unidas, a través de la Asamblea General, aprobó la Declaración sobre medidas para eliminar el terrorismo internacional en su resolución 49/60, en cuyo párrafo 3 señaló que el terrorismo incluye "actos criminales con fines políticos concebidos o planeados para provocar un estado de terror en la población en general" (OHCHR, 2008, p. 5).
En el caso chileno, el terrorismo se encuentra normado legalmente en la Ley 18.314, la cual en su artículo primero deja en claro que:
Constituirán delitos terroristas los enumerados en el artículo 2º, cuando el hecho se cometa con la finalidad de producir en la población o en una parte de ella el temor justificado de ser víctima de delitos de la misma especie, sea por la naturaleza y efectos de los medios empleados, sea por la evidencia de que obedece a un plan premeditado de atentar contra una categoría o grupo determinado de personas, sea porque se cometa para arrancar o inhibir resoluciones de la autoridad o imponerle exigencias (Ley Chile, 2015, p. 1).
No obstante, para el caso específico del conflicto que se desarrolla en la macrozona sur, se hace de especial interés tomar en cuenta la etnicidad como factor de influencia en la manifestación de acciones de tipo terrorista. Al respecto:
[…] según la teoría de la privación relativa, cuando los individuos se enfrentan a la exclusión de oportunidades políticas o económicas debido a una identidad social (como la etnia), esta experiencia puede agudizar su conciencia de su identidad social y alienarlos de otros miembros de la sociedad (Hansen et al., 2020, p. 3).
Por otra parte, también se ha planteado que:
la exclusión política, o la falta de acceso a la toma de decisiones del gobierno nacional, más que los agravios generalizados, es la fuerza impulsora que lleva a los miembros de los grupos étnicos a preferir la violencia a formas más pacíficas de movilización política (Hansen et al., 2020, p. 4).
Pero no solo las consideraciones sobre etnicidad son importantes; resulta de interés la importancia en la valoración del término para la construcción del debate sobre el conflicto en cuestión. El terrorismo "ha adquirido ahora un significado peyorativo muy fuerte, nadie aplica la palabra a sus propias acciones o a las acciones y campañas de aquellos con quienes simpatiza" (Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2022). Lo anterior somete a consideración dos problemas importantes. El primero es el no reconocimiento del uso del terrorismo por actores u orgánicas que pueden ver sus intereses comprometidos en este conflicto y, como consecuencia de ello, disfrazan su accionar bajo otras concepciones como liberación, resistencia, sabotaje o defensa. El segundo problema importante se deriva del primero: el no reconocimiento del uso del terrorismo no permite una desescalada en el conflicto. Pero, aún más importante, es aprovechado por las partes en cuestión para continuar en conflicto, en tanto la ausencia de estas acciones de terror, como también un reconocimiento del uso pasado de este, significarían una pérdida en la razón de ser de quienes han tomado el camino de las armas.
Para el caso chileno y, en particular, de las orgánicas radicales, la conceptualización de terrorismo es explicativa de sus formas de operar; no obstante, reducir el conflicto indígena como un problema estrictamente de actos terroristas tiene derivas que imposibilitan la capacidad de abordar el conflicto en general. Si se sigue con la idea de violencia como un elemento discursivo, planteado por Bayard; Cazanove y Dorn (2013), es plausible pensar también que su uso tiene una intencionalidad. En este caso, como ha dicho Caniuqueo (2006) en que parte de los actores involucrados eludan su responsabilidad en él.
Como puede observarse en las dos secciones anteriores, tanto la categoría de violencia rural como la de terrorismo sirven para aproximarse parcialmente a determinadas aristas del conflicto en el sur de Chile; en especial a aquellas relacionadas con la dimensión de la violencia. En el caso de la violencia rural, refleja aquellas dimensiones del conflicto que viven comunidades indígenas, como, por ejemplo, la pobreza rural, el robo de madera, entre otras. En el caso del terrorismo, sirve para explicar la conducta de las organizaciones radicales. No obstante, la utilización de ambas es limitante respecto de todos los otros elementos subyacentes que, para el presente artículo, se han abordado en la primera sección: demandas históricas y actores secundarios que también forman parte del problema. Esta distancia de todas las otras implicancias del conflicto ha derivado en lo que llamamos una confusión hermenéutica, que se materializa en comprender un fenómeno complejo a través de categorías insuficientes. Además de esta confusión, en última instancia se crea una lingüística discursiva que acompaña la forma en que se concibe el conflicto.
Creemos que esta confusión ha traído consecuencias en el ámbito práctico sobre focalizar la atención del Estado en abordar el conflicto como si fuese una cuestión estrictamente de seguridad pública, o bien, en incluso llegar a negar que existe un conflicto propiamente tal con dimensiones históricas respecto de la relación con los pueblos indígenas.
Frente a la ausencia de una nomenclatura adecuada para abordar el conflicto, creemos que utilizar la categoría de "conflictos intratables", puede ser una alternativa razonable para superar esta confusión hermenéutica. Lo que permitirá dotar al Estado de un marco conceptual más amplio y no descriptivo para comprender el conflicto aquí descrito.
Cuando se habla de conflictos intratables (de ahora en adelante abreviado como CI) estos responden a un tipo particular de conflicto presente en la sociología, la ciencia política y la psicología política. En términos generales, hacen referencia a conflictos de muy larga extensión, pueden durar décadas o incluso siglos (sabemos que el problema indígena, sobre todo en términos de demandas actuales, está presente en el debate nacional al menos desde 1907, tras el parlamento de Coz-Coz). Los aspectos generales que conducen a tildar un conflicto de CI se relacionan con demandas de reivindicación muchas veces canalizadas en reclamaciones de autogobierno, exigencia de recursos naturales, reconocimiento a las diferencias culturales, motivos religiosos, anexo de territorios y un largo etcétera (Bar-Tal, 2013). Pero no todos los conflictos que suponen estos elementos necesariamente se pueden categorizar bajo un CI. La particularidad de este tipo de conflictos se fundamenta en las fuerzas sociosicológicas detrás de los grupos involucrados, lo que los vuelve muy difíciles de resolver (Bar-Tal, 2013); es decir, son tales las fuerzas detrás de cada grupo en conflicto que la idea de resolverlo no es posible. Estas fuerzas conllevan a que los involucrados no estén dispuestos a transar en soluciones para el conflicto. En esta línea se ha desarrollado toda una teoría sobre resolución alternativa de conflictos, que en realidad refiere a la “transformación” de estos, más que hablar de “solución” (Berghof Foundation, 2017).
Respecto de las demandas de reivindicación mencionadas, estas coinciden con algunas de las sostenidas por los indígenas. Pero cabe preguntarse si los grupos involucrados están impulsados por fuerzas que les impidan pensar en una solución.
Bar-Tal (2013) menciona que existen siete características generales para conceptualizar este tipo de conflictos. (1) La primera tiene que ver con que responden a elementos esenciales para la existencia de los grupos y los individuos involucrados. (2) La segunda es sobre el lugar que tiene la violencia, los CI en general se caracterizan por la presencia de episodios marcados por mucha violencia, ya sea a través de conflictos armados, grupos terroristas, etc. Estos conflictos mantienen enfrentamientos por parte de diversos grupos, donde muchas veces quienes los componen resultan muertos por la causa. (3) La tercera tiene que ver con que los involucrados conciben el conflicto como un juego de suma y cero, esta idea los lleva a la conclusión de que es imposible pactar, pues ello involucraría perder en los aspectos que le dan sentido a su existencia de lucha. (4) La cuarta característica responde a que, quienes están involucrados en el conflicto, lo perciben de manera irresoluble; es decir, que es imposible pensar o concebir una solución (un ejemplo podría ser las dinámicas del conflicto palestino-israelí). (5) La quinta se relaciona con que el objetivo del grupo también mantiene elementos existenciales, esto implica que se resisten a dejar de buscar cumplir con su meta. (6) La sexta tiene que ver con las inversiones por parte de los grupos por su causa. En general destinan muchos recursos, ya sea en tecnología, armamento, herramientas psicológicas, etc. (7) La séptima y última hace referencia a la que ya se mencionó; es decir; a la extensión del conflicto. El mínimo de tiempo que debe suceder para que se pueda emplear la categoría de CI, es al menos el traspaso a toda una generación.
Para el caso del conflicto mapuche, es impensado señalar que todas las características se cumplan ciento por ciento, siendo la mayoría focalizadas principalmente en aquellos grupos extremos que actúan a través de la violencia para plantear sus demandas de reivindicación. Pero cabe señalar, que si sirve como “tipo ideal” para categorizar el cómo piensan, sobre todo quienes integran las llamadas ORT (Organizaciones de Resistencia Territorial) y que, por cierto, como ya se mencionó, han ido en aumento mientras el conflicto avanza en del tiempo.
Se puede establecer como idea, a lo menos general, que las características transversales en el mundo indígena se concentran en los puntos 1, 5 y 7. Para los grupos radicalizados se podría decir que aplican los 7 elementos mencionados, aunque el apartado de la violencia se debe comprender en su justa magnitud; es decir, todavía la situación de violencia no es tan crítica como en otros lugares donde hay conflictos civiles a gran escala, o grupos terroristas que han operado de manera mucho más agresiva que en Chile (por ejemplo, el IRA en Irlanda). La misma prudencia se aplica al punto sobre el financiamiento de la organización.
Según Bar-Tal (2013) el origen de los CI surge a partir de la privación de aquellas necesidades básicas para la existencia del grupo que entra en conflicto. Esta situación puede dividirse en 3 aspectos. (1) El primero es que son multiétnicos y existen desigualdades relevantes en los grupos que estallarán o condicionarán el conflicto. (2) El segundo tiene que ver con la existencia de disputas territoriales previas que se vinculan con elementos identitarios para el grupo involucrado. Y el (3) tercero hace referencia a la necesidad del grupo de exigir demandas por mayor libertad de expresión. Esta categorización parece ser más transversal para el caso mapuche, transversal en cuanto a que no se concentra fundamentalmente en los grupos radicalizados. Esto implica que el conflicto podría avanzar eventualmente en consolidar aquellas 7 características que hoy aplica solo a quienes se han inclinado por la vía radical (hay sentido de urgencia).
Estas tres categorías mencionadas, muchas veces se superponen para dar paso a una CI y no necesariamente ocurren de manera simultánea. A medida que se van manifestando, el grupo que entra en conflicto comienza a sentirse amenazado y también respecto de la sobrevivencia de aquellos elementos que le dan sentido a su identidad (Bar-Tal, 2013). Este sentido de amenaza es determinante en el grupo que constituye una CI, ya que mientras más se ven amenazados por episodios de violencia, sobre todo por acciones por parte de quienes consideran al grupo rival, estas acciones cuando se cometen, derivan en mejorar la identificación del grupo afectado, lo que genera a mediano y largo plazo mayores niveles de movilización, lo que termina por aumentar el nivel de conflictividad.
Cuando el grupo rival comete acciones que se consideran injustas o completamente injustificadas, el componente movilizador y de identificación es todavía más grande. En primer lugar, se genera más empatía con el grupo que sufrió la injusticia, en segundo lugar, aparecen sentimientos de victimización que fomentan la participación de más sujetos; es decir, quienes adhieren a las demandas y todavía no deciden sumarse a la vía violenta lo comienzan a hacer, y, en tercer lugar, el sentimiento de autoidentificación se vuelve mucho más masivo; es decir, más personas se identifican con el grupo en conflicto (Bar-Tal, 2013). Este punto podría considerarse un símil (con amplia moderación), de lo que se conoció como el caso de Camilo Catrillanca (mapuche que fue asesinado por las policías de manera injusta y que terminó con los agentes procesados, tras la llamada Operación Huracán); es decir, una acción que se considera inmoral por parte del grupo “rival” (en este caso agentes del Estado), en consideración de que el procedimiento fue irregular. Este caso derivó en un incremento de los atentados y la aparición de más organizaciones radicales en la zona, también en movilizaciones por parte de los indígenas.
Extrapolar los elementos que conducen a una CI al caso del conflicto mapuche, permite establecer una aproximación más concisa al conflicto, tanto de las dimensiones que involucran al grupo en cuestión y, sobre todo, en ayudar a pensar medidas que permitan transformarlo. Pareciera ser que, si se lee el conflicto en estos términos, se puede ser mucho más consciente de los aciertos y desaciertos del Estado respecto de la construcción de su política indígena desde el retorno de la democracia y también podría ayudarlo a navegar con cuidado para evitar su posible agudización.
En este artículo se ha analizado el conflicto mapuche en Chile desde una perspectiva multidimensional, examinando sus raíces históricas, la complejidad de la violencia involucrada y las limitaciones de conceptos como violencia rural y terrorismo para comprenderlo en su totalidad. Se ha propuesto el uso del concepto de "conflictos intratables" como un marco analítico más amplio y matizado, que permita abordar las dinámicas profundas del conflicto y pensar en caminos de transformación para resolverlo. En conclusión, se ha demostrado la necesidad de adoptar un enfoque crítico y multidimensional para comprender y abordar el conflicto mapuche, evitando reduccionismos y reconociendo su complejidad histórica, política y social.
Aunque pensar en la resolución de un CI es muy difícil, tener una aproximación clara de sus características, en contraste del conflicto indígena, permite pensar en posibles hojas de ruta y en donde focalizar las decisiones para evitar el escalamiento del conflicto. Pues como señala Bal-Tar (2013), en todo CI existen actores sociales que ofrecen perspectivas de cambio sobre el escenario de alta conflictividad. Los procesos de paz se consideran una alternativa efectiva para estos fenómenos, pues estos procesos involucran la participación de diversos actores y representantes de los grupos en conflicto, como también de organismos e instituciones de la sociedad civil que buscan generar canales de comunicación. Son procesos de larga duración, que requieren de voluntades a cultivar en el tiempo. En particular, para que se piense en un proceso de este tipo, se requiere de una desescalada del nivel de violencia, pero esto se logra solo cuando existen cambios sustantivos en el contexto por los cuales se desenvuelven los grupos involucrados. Muchas veces este cambio de contexto es producto de escenarios globales o cambios de liderazgos en quienes toman las decisiones. Pero no es inmediato, la dinámica del grupo se modifica de manera paulatina y cuando el cambio contextual relevante ya es evidente.
Una vez que se abre la posibilidad de grupos que han entrado en la perspectiva de caminar hacia un proceso de paz, se requiere de actores con poder y recursos que ayuden a movilizar a estas personas. Pero es importante señalar que estos procesos también son inestables, dado que los grupos en conflicto generan costumbres y cohesión social en torno a las dinámicas del conflicto. El resultado no siempre es como se pretende, muchas veces se traduce o en una relación diplomática mínima o una paz que suponga simplemente el cese del conflicto armado (Bal-Tar, 2013). Es importante pensar el conflicto indígena como un conflicto intratable para comprenderlo en su profundidad y poder abordar los desafíos que acarrea para la democracia en temas que ameritan ser discutidos y reflexionados, como participación, reconocimiento, entre muchos otros más (Fuentes, 2022) que permitan reflexionar sobre la paz.
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Licenciado en Ciencias Políticas y Administrativas por la Universidad de Concepción (Concepción, Chile), Núcleo de Humanidades y Ciencias Sociales Faro UDD – Universidad del Desarrollo (Santiago de Chile). Correo electrónico: alexnanjaris@gmail.com. Temas de especialización: violencia, seguridad pública, historia política.↩︎